Juana Almeyda lleva más de la mitad de su vida enamorando a los chinchanos con sus postres en las afueras de la iglesia Santo Domingo de Guzmán.
Redacción: Gabriel García Herrera
Fotografía y Video: Luis Pérez
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Cada día, se levanta a las 6 de la mañana para preparar los postres que venderá en la noche. Hasta las cuatro de la tarde, sus manos producen gelatina con flan, torta helada, cupcakes, pan dulce, torta de piña y piononos. El trabajo es cansado, pero la recompensa lo vale: el cariño de las personas.
Juana es una chinchana de 77 años. Toda su vida ha transcurrido en la provincia que la vio nacer, pero 50 años de arduo trabajo han marcado un espacio en la iglesia de Santo Domingo. Cuatro de sus once hijos están lejos de la ciudad donde se criaron, mientras que el resto viven muy cerca a ella. Cada vez que tienen un tiempito, se escapan para ver su madre y probar los dulces que con tanto cariño prepara.
– He mantenido a todos mis hijos con este trabajito -dice Juana, con una sonrisa-. Como mi esposo murió hace 35 años, tuve que hacerme cargo sola.
A las 6:30 p.m., la señora Juana llega a la Plaza de Armas de Chincha, se dirige al atrio de la iglesia y prepara las bancas que sostendrán sus productos a un lado de la pista. Años atrás, ella vendía sus postres a un paso de la puerta de la Iglesia, pero debido a una norma que ella desconoce tuvo que trasladarse a un costado del lugar de oración.
Media hora después de haber llegado, los clientes se amontonan alrededor de su puestito de venta. Un sol de pan dulce, tres tortas heladas o un par de piononos para llevar, por favor. A la mujer de anteojos y cabello negro le faltan manos para atender todos los pedidos. En los 50 años que ha endulzado la Provincia Benemérita a la Patria, nunca ha tenido algún problema con su venta o sufrido un asalto.
– Mis hijos ya no quieren que trabaje, pero como ya me encuentro sola y todos ellos se han casado, yo me distraigo con esto.
De domingo a viernes está hasta las 10 de la noche o hasta que se acaben sus postres. Su trabajo es una herencia de su familia paterna, pues tenían una panadería. La señora Juana aprendió el oficio y, luego de que vendiesen el local, se dedicó a hacer lo que mejor sabe: poner una sonrisa dulce en las personas.
– La gente me estima bastante -dice Juana, al guardar la moneda que recibía de una venta-. Cincuenta años no pasan en vano.
Aún no piensa en retirarse. Esa palabra no está en su vocabulario, y si no va los sábados a trabajar es porque está limpiando y cuidando su hogar. Para esta mujer, un día perdido es un día sin trabajar.