El primer actor Reynaldo Arenas relata los pormenores de su vida artística, incluyendo la construcción de sus personajes más memorables, así como la lucha por defender sus principios de vida.
Por: Sergio Herrera Deza
Bondy es angosta y poco transitada. Casitas coloridas de un piso coronan sus veredas, pero la vegetación de sus jardines es discreta. Le deben recordar que el Valle Sagrado es muy lejano. Una bodega es el único foco de actividad en toda la cuadra siete. Casi nadie ingresa, pero ahí subsiste. Como cuando tuvo que abrir una dulcería para mantener a su familia, porque la “democracia” le había cerrado las puertas del arte. Bondy muere en el estacionamiento del seminario de Santo Toribio, pero él no cree en la Iglesia Católica. Todas las casas de la cuadra están al descubierto, menos la suya. Está protegida por una reja metálica gris y entre los espacios en blanco, se ve el recorrido de una quinta colorida donde hace tiempo que el reloj se paralizó. Un rincón de vida en medio de un escenario olvidado por las autoridades. Como el arte en el Perú.
Cinco minutos y tres timbrazos después, don Reynaldo Arenas (Cusco, 1944) abre la puerta. Ya suma 78 años en el calendario, pero mantiene un pacto atípico con la juventud. Su piel cobriza apenas muestra arrugas y aún exhibe la amplia cabellera negra que el celuloide inmortalizó en el protagónico del filme Túpac Amaru (1984). Las tardes son cada vez más frías, pero él viste un polo de rayas rosadas y celestes que deja al descubierto sus brazos recios. Un pantalón de vestir negro y mocasines grises sin medias concluyen aquel atuendo dominguero. Un reloj dorado cubre su muñeca izquierda; una pulsera de bordados andinos, la derecha. El presente y el pasado ocupan un mismo estatus en su vida. Pero cualquier rasgo llamativo se ve opacado cuando pronuncia algo. “Por aquí, ponte cómodo”, dice mientras abre la puerta de una casa blanca de ventanas anchas. Suena trivial en el papel, pero en la práctica, su voz modulada se apodera de la escena. Evoca a un maestro de ceremonias, a un presidente imaginario. A un respeto único.
La vejez queda aparcada en el pasillo de la quinta. En su lugar, la sala de estar emana una atmósfera cálida donde no hay lujos ni carencias palpables. Sofás de tela bordean las paredes y rodean una mesa de vidrio que rebosa de adornos. Un dragón jade y un huevo de vidrio son los únicos intrusos en una colección de figuras andinas. Destacan una llama de lana y varios toritos de Pucará. Sobre la pared se deja ver una galería de fotos con rostros reiterativos: una mujer joven de sonrisa sincera, un hombre calvo y dos niños risueños. Es la familia de su hija que vive en Estados Unidos.
Solo tiene un retrato personal. Uno en el cual aparece con terno y las piernas cruzadas que se sitúa encima del sofá, donde finalmente se sienta. En algunos momentos de la conversación, su postura se sincroniza con la foto. Denotando que no se trata de ninguna actuación. Es simplemente él, sus gestos. La temática andina salpica hacia las otras paredes, pues en estas abundan los cuadros inspirados en calles pintorescas del Cusco. No muy diferentes a la de su calle natal: Fierro, hogar de músicos y artesanos. Las raíces de su vocación.
La presencia del arte
“Estaba cerca de la estación del tren y era donde se hospedaban los viajeros que llegaban de provincia”, recuerda con añoranza. Reynaldo vivía con su madre en una casa de dos pisos, perteneciente al señor Loayza, un ingeniero agrónomo de la zona. La propiedad tenía dos patios traseros donde cada noche, los vecinos se reunían a tocar quena y charango. Mientras los alfareros aprovechaban la atmósfera inspiracional para avanzar con sus trabajos. En aquel entonces, el pequeño Reynaldo era un observador silencioso, pero ya se veía tocado por el arte. Muchas veces se iba a dormir escuchando el silbido dulce de la quena.
A los cinco años, tuvo que mudarse a Lima con su madre. “El racismo era muy marcado y no teníamos mucho futuro en Cusco. Así que desde los 5 hasta los 16 visité muy poco mi tierra natal”, confiesa y se coge el mentón con la mano en señal de reflexión temporal. En un inicio, tuvo que vivir en barrios de clase obrera como el Porvenir y Surquillo. Allí presenció el bullying de primera mano. “Como no vestía, no hablaba y ni siquiera comía como ellos era visto como inferior”. Pero después se dio cuenta que la violencia se originaba en los hogares. “Muchos de esos chicos venían de entornos violentos donde había 6 o 7 hijos, ¿Qué padre va a dedicarle afecto equitativo a tantos hijos?, se pregunta con algo de desesperación.
Sin embargo, a los dos años de su primera llegada a la capital, su madre consiguió trabajo como empleada en la casa de la familia Hernández. Desde los 7 a 11 años fue un hijo más de la familia. Hizo migas rápidamente con Luis, el hermano mayor y futuro poeta. “Con él, conocí a los grandes dramaturgos como Shakespeare y Molière. Me hice aficionado también a la música clásica de Chopin y Mozart”. Recuerda las tardes donde “Lucho” se iba a la playa y Reynaldo, de diez años, se refugiaba en su cuarto para explorar y desmenuzar la amplia biblioteca de madera. Se aproximaba a las tablas, aunque todavía se inclinaba por el dibujo.
Pero la vocación actoral le llegó cuando terminó la secundaria. Por intermedio de un trabajo como auxiliar en el Colegio Superior de Lima, se matriculó en el taller de los hermanos Velásquez, unos jóvenes dramaturgos que enseñaban técnica actoral. “¡Camina bestia!”, fue su primera línea. Era un soldado romano que le daba latigazos a Cristo durante una obra del Vía Crucis. Ya entonces, le veían potencial, así que sus profesores le sugirieron que postule al Instituto Nacional de Arte Dramático (hoy ENSAD).
Para 1972, ya había sido admitido. Entre ensayos interminables y giras a provincias, fue forjando carácter. Un día, pasó una gran vergüenza frente a la clase. “No se dice Rshamon, es Ramón, Reynaldo”, le repetían sus profesoras de dicción. Querían reformar su acento cusqueño, porque “nadie se imaginaba a Hamlet hablando de esa forma”. A partir de entonces, todos los días en la soledad de su cuarto, practicaba sus guiones con una grabadora. Se escuchaba y repetía el proceso hasta que su voz se convirtiera en una marca registrada.
Hasta que, en 1976, logró graduarse del INSAD. “Tuve que esperar un año, porque era el único de mi promoción que quedaba”, se sincera y ríe con espontaneidad. A continuación, tras un papel fugaz en la novela “Simplemente María”, se dedicó de lleno al teatro. Su dominio escénico y vocal le fue ganando adeptos, al punto que fue convocado por el SINAMOS (Sistema Nacional de Apoyo y Movilización Social) para promover el arte peruano en el extranjero. Viajaría por Europa interpretando obras emblemáticas como Ollantay hasta que, en 1977, la dictadura del Gral. Morales Bermúdez apartó del gobierno a los artistas del SINAMOS.
La construcción de un personaje universal
Y desde entonces, una dulcería familiar atendía a diario. Los escaparates se veían poblados por mazamorras y arroz con leche. Pero rara vez estaban llenos: la inflación eleva costos y evapora esperanzas. Parado en la puerta, el administrador, Reynaldo, observa aquella calle anónima de Pueblo Libre con cierta frustración. Es 1982 y hace cinco años que casi nadie lo convoca a las tablas. Es padre primerizo, pero el gobierno nunca halló sensibilidad en él. “Había regresado la democracia, pero los actores que habíamos colaborado en Sinamos seguíamos vetados. Nos acusaban de subversivos”, narra en tono lastimero.
Pablo Fernández, un ex maestro suyo, de tez blanca, calvicie incipiente y mirada afilada, lo llama por su nombre. Abraza a Reynaldo y le increpa por haber desaparecido del radar. Pero no tarda en ir al grano. “Mira, Fico García, un paisano tuyo va a dirigir una película sobre Túpac Amaru. La semana que viene, los cubanos llegan para realizar el casting”, dice Fernández. Reynaldo lo medita y se niega a responder al instante: esos cinco años han minado su moral. Había adelgazado mucho: pesaba apenas 60 kilos. “Harías un buen Túpac Amaru”, le sugiere Fernández, dos días después. Ya en el calor de su hogar, vinieron las palabras determinantes como una flecha en el blanco. “Prepárate, hijo. Nunca había visto un profesor que le ruegue tanto a un alumno. Yo me encargo de la tienda”, sentenció su madre esa noche.
La colaboración entre Cinematográfica Kuntur S.A., fundada por el peruano Federico García, y el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográfico (ICAIC) haría posible que el mundo recordase la gesta de José Gabriel Condorcanqui. El historiador argentino Ignacio Márquez recalca que, desde el inicio, “Túpac Amaru” se vio marcada por un presupuesto holgado, destinado al perfeccionismo técnico. “Las imágenes y escenas de la película fueron filmadas con las costosas cintas 35mm color film negativo, por lo cual muchos tramos fílmicos representan la única toma que se hizo debido a los altos costos. Cada lata de cinta costaba 245 dólares y filmaba 3 minutos y 30 segundos”. Pero no era una ambición ciega. Tenía un propósito como el actor que sería su protagonista.
A las seis de la mañana, cuando la neblina se instalaba en el cielo limeño, Reynaldo entrenaba con tenacidad en un pequeño gimnasio. Levantaba pesas una y otra vez, mientras por momentos, observaba la puerta con detenimiento. Porque en cualquier momento entrarían los suboficiales de la Prefectura a ocupar sus posiciones. “Solo puedes estar de 5 a 6 y media de lunes a sábado”, le había recordado un capitán, amigo suyo. Esa era la única condición. Por lo demás, la prefectura de El Sexto se convirtió en su centro de entrenamiento sin sobresalto alguno. Aún no se presagiaba el motín sangriento que liquidaría a la añeja prisión, solo dos años más tarde.
Los sábados en la tarde, cambiaba las pesas por riendas y aprendía a montar caballo en el club de caballería Potao. Sorteaba vallas y galopaba libremente en una Lima que permanecía atada al tráfico y al desconocimiento de su proyecto. Él mismo quería escapar de la ignorancia, asistiendo a clases de historia en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Allí se empapaba durante horas de las citas y batallas de Túpac Amaru. Con el pasar de los meses, el curaca de Tinta se iba fundiendo con su cuerpo y espíritu.
Un cineasta cubano abrió la puerta de la productora. Apenas atinó a saludar a la figura que tenía enfrente, porque se quedó estupefacto. Era un hombre andino y corpulento que exhibía una cabellera lacia hasta la cintura. “Vengo por el papel protagónico”, pronunció el visitante con total seguridad. Cinco días después, Federico García y los productores cubanos elegían a don Reynaldo Arenas para el rol de Túpac Amaru.
Un filme polémico
La película pronto tuvo sus primeros detractores. Las universidades privadas y la Iglesia Católica se negaron a financiarla, debido a la participación del régimen castrista en ella. Para 1983, las masacres de campesinos y voladuras de torres eléctricas comenzaban a marcar la agenda periodística. Y cualquier manifestación cultural relacionada al socialismo era vista como una apología al terrorismo. “En resumen, se filmaba cuando había plata. Así que una película programada para rodarse en 8 semanas, terminó demorando un año”, cuenta don Reynaldo.
En cuanto a la trama del filme, esta inicia con el juicio de la Monarquía española contra Túpac Amaru II por tratarse del líder de una insurrección acontecida en la sierra sur del Virreinato del Perú entre 1780 y 1781. José Gabriel Condorcanqui aspiraba a una sociedad peruana más justa, libre del tributo indígena y la esclavitud africana, entre otras imposiciones arbitrarias. Una vez es capturado, la película se vale de los testimonios judiciales de sus colaboradores para reconstruir el pasado. De vuelta en el presente, el tiempo dilatado del rodaje ponía a prueba la paciencia de los involucrados.
- Me estoy quedando sin trabajo, Fico. Tengo una hija pequeña y debo darle de comer.
- Lo sé, Reynaldo, pero no nos abandones. Tú eres el protagonista, ¡Te necesitamos!
“Así que durante el tiempo que no rodaba escenas, tuve que trabajar como taxista en Lima”, revela don Reynaldo en un registro calmado. La confesión fluye por sí sola. No parece afectarle. “Tampoco podía cortarme el pelo, engordar o aclarar mi piel durante ese año”. El Perú y sus demonios habían llevado a Túpac Amaru del galope a caballo al tráfico de media mañana.
El rodaje fue todo menos estático. Los directores de arte siempre recorrían las locaciones con premura, en busca de elementos modernos que pudiesen contradecir la ambientación del siglo XVIII. Cuando filmaron en el Cusco, varias personas tuvieron que retirar desde antenas televisivas hasta letreros de Coca Cola. Mientras tanto, el presupuesto continuaba alterando la agenda. “Primero, empezamos el rodaje en Lima. Luego cuando se juntó suficiente plata nos fuimos al Cusco. Una vez se acabó el dinero, los cubanos nos convocaron a su país para filmar la venta de esclavos y las batallas”, recuerda con seguridad.
Cuando finalmente se estrenó en 1984, la película causó furor por su verosimilitud histórica y la calidad de las actuaciones. Fue el disparo de salida para una gira internacional que llevaría al equipo a países tan disímiles como Alemania Occidental, la Unión Soviética y Japón. No tardaría mucho en saltar al VHS. A finales de los ochenta, un joven tacneño que vivía en Arequipa compró la cinta por pura curiosidad. Al darle play y presenciar la determinación manchada por el dolor que mostraba el protagonista en la escena inicial del calabozo, quedó deslumbrado con la interpretación de Reynaldo Arenas. “Me encantó su drama, su poderío, su manejo escénico. Y pensé: yo quiero ser como él”, dice Juan Carlos Oganes, hoy director de cine y amigo fraternal de don Reynaldo. Ambos han trabajado juntos en cinco películas, siendo la más famosa, “Gloria del Pacífico”: un drama bélico sobre la batalla de Arica que fue estrenado en el 2014.
Un retrato del soldado anónimo
Tres años antes, Oganes estudiaba tres borradores de guion en su sala. Los llenaba de anotaciones y entonces, volvía a revisarlos con detenimiento. Había elegido la segunda opción, pero no le convencía del todo. “No tenía narrador y si llenaba de fechas y eventos la película, el público no iba a captar la propuesta. Necesitaba un hilo conductor”, cuenta Oganes y acentúa su afirmación, alzando las manos. Joven, robusto, de cara redonda, ojos achinados y lentes delgados, el director en todo momento habla con seguridad y convicción. Usa una gorra militar con el escudo peruano, pero nunca cae en el patriotismo barato. “Fue cuando recordé el primer guion que tenía, donde un ex soldado peruano le narraba a su hijo la verdadera historia de la batalla de Arica antes de morir. Era un personaje que escribí para Reynaldo”, desglosa con su voz de expositor. Las fichas ya estaban jugadas.
“Tú no vas a caminar, todo el tiempo estarás en la cama y necesito que le pongas mucho empeño para que el personaje me conmueva”, fueron las palabras de Oganes al presentar a Vicente, el soldado agonizante. Era el verano del 2013 y don Reynaldo ya se dirigía rápidamente hacia algunos hospitales de Lima. Necesitaba estudiar los movimientos de un enfermo terminal de cáncer con tal de adoptar al personaje. Para marzo, ya lo tenía listo y tuvieron que transcurrir solo seis días en una casona de Ancón para filmar todas las escenas. Aunque los desafíos igual se manifestaron.
“Fue la última película que filmé con luces incandescentes de tungsteno. Alumbran 1000 watts y son muy calientes. Son muy delicadas y solo puedes moverlas, una vez están apagadas al menos media hora”, recuerda Oganes. Entonces, esboza una pequeña risa. “Reynaldo estaba arropado y sin moverse. Se moría de calor y estaba todo arrugado”. Todo el equipo de filmación observaba con alerta al veterano actor, pero él nunca pidió salir de escena. Solo se hizo aficionado a las jarras de limonada helada.
La madera del actor
Cuando se le pregunta sobre qué debe hacer el actor para asimilar un personaje, don Reynaldo es tajante. “El actor debe absorber todo y tener una buena percepción de la vida”. Luego cita a Stanislavsky y el estudio de los ámbitos social, psicológico y físico del personaje que este propuso hace un siglo. Pero lejos de sumergirse en una reflexión teórica, remata con una frase de portada. “La fuente del actor es la calle”, y sonríe. Por ello, detesta que los personajes pierdan humanidad.
Y al movilizarse por la calle, suele ser recibido con afecto. Va al mercado a comprar verduras y los caseros no le quieren cobrar. O como el día que se subió a un micro y el cobrador exclamó “¡Artistas pagan doble!” ante las risas de los pasajeros. “Soy un amigo del pueblo”, dice como consigna. Aunque en realidad, se define como hogareño. Cuando no está dictando clases a sus alumnos o actuando en algún proyecto, se encuentra leyendo libros de poesía o dramaturgia en su escritorio.
“Yo noto que Reynaldo sabe quién es él. Pero no es botado ni orgulloso. Yo lo uso como referente cuando he tenido que sacar personas de otros proyectos míos que tienen ínfulas de grandeza”, declara Oganes sobre su amigo. Fuera de las riquezas materiales, su único objetivo es el trabajo incansable. Así sea para cobrar cinco soles por un monólogo sobre Vallejo dirigido a escolares. Pero en el camino arduo de las artes escénicas peruanas le van apareciendo otros proyectos. Mañana será una película con Oganes sobre el terrorismo; pasado, otra sobre el incendio de mesa redonda y en julio, una comedia familiar. Los trabajos se suman en su expediente sin que él frunza el ceño. Solo no quiere que atenten contra los principios que tanto luchó por defender desde su llegada a Lima. Las convicciones del papel que nunca dejó de interpretar: el hombre digno. Y universal.
Soy una persona de la tercera edad. Conozco el trabajo de Reynaldo Arenas, su voz inconfundible y fuerza interpretativa, más no sabia de su vida.
Sergio agradezco tu trabajo el cual nos hace conocer a la gran persona.
Mi felicitación por el gran trabajo que has realizado.
He leído con detenimiento y mucha atención cada frase , pues sin duda alguna este trabajo tiene un ingrediente poco conocido la responsabilidad de quien lo realizó, pues cada detalle que expresa tiene mucha investigación ero agrada la lectura porque tiene un sello muy personal que le sugiere al lector culminar con la lectura, ojalá futuras generaciones entiendan lo que es un reportaje responsable.
Felicidades, Sergio.