Imagen de la Plaza de Armas en temporada de cuarentena. Créditos: Agencia Andina.
En un escenario donde el COVID-19 nos ha retenido en casa más tiempo del que desearíamos, todavía quedan algunas personas que se movilizan por la gran ciudad fantasma en la que se ha transformado Lima.
Escribe: Hilda Chan
Sprout House es uno de los negocios que no ha podido dejar de moverse. Emily Peñaloza y Sebastián Nava separan todos los días los productos que hay que entregar: Linaza, quinua, frijol, girasol y germinados. Aun cuando la cuarentena les ha impedido trabajar con normalidad, los clientes no han disminuido. “Son alimentos que fortalecen el sistema inmune que para las dietas de personas con cáncer o niños con autismo son esenciales”.
“Hay seguridad, no hay caos. Mucha más limpieza y organización”. No pareciera que se refiriera a la Lima donde se tardaban de 2 a 3 días en hacer pedidos que ahora se pueden cumplir en un solo día: De 15 a 20 entregas por trayecto.
Una vez entregado el producto, recalcan la pequeña dosis de temor de sus clientes: Se pide que desinfecten las bolsas en las que son traídos. Los clientes deben recibir el producto con guantes y tapabocas o, a veces, envían al conserje para evitar el más mínimo contacto.
¿Cuál es la mayor diferencia con ser un repartidor ahora y haberlo sido hace seis meses? El miedo. Ahora el temor se siente en el aire con ver a alguien que no se cubra el rostro.
Mismo temor con el que responde el Sr. Tomás, un hombre de 65 años que, por problemas económicos, tampoco ha podido dejar de trabajar. Él pertenece a la larga fila de taxistas con salvoconducto para el transporte de enfermos o personal médico. “Da miedo, da mucho miedo. Pero, ¿Con qué se come entonces?”, todas las mañanas se despierta a las 6:00 AM para recoger a los médicos y enfermeras del vecindario: La Residencial Santa Cruz.
“También lo veo como un servicio de agradecimiento, ¿sabe? Si yo no los llevo, mucha gente se muere, creo que en algo contribuyo”. Sin embargo, también conoce los peligros a los que está expuesto: Por su edad, pertenece al grupo de riesgo por el COVID-19, razón por la que no se atreve a quitarse la mascarilla, aun cuando la lleva puesta por más de 2 semanas continúas.
No manifiesta tener problemas, le agradan las calles vacías y el sentimiento de seguridad que se eleva por las calles. Mas no puede aguantar la inquietante soledad que lo rodea cuando maneja: “Yo soy conversador, pregunto la hora, el clima, la política. Ahora no te responden”.
Al llegar a casa es cuidadoso. Carga en la guantera un frasco con lejía y agua con la que rocía todo el coche, le han contado que así puede eliminarse el virus. Evita tocarse la cara y deja los zapatos en el umbral de su departamento.
¿Qué ha cambiado ahora?, le pregunto. “Uno se siente más solo”.
Uno pensaría que ese problema solo queda en la ciudadanía, pero no.
José Maldonado es un policía de la Molina con una jornada establecida de 6 horas por día, pero que, por el tiempo de la pandemia, se ha visto obligado a servir más horas: “Es agotador el trabajo. Cada día se duplica y somos los más expuestos al contagio”.
Un esfuerzo que no ha pasado desapercibido, por la motivación diaria que reciben de la ciudadanía a las 8:00 PM todos los días: “¿Si los he oído? ¿Quién no? Nos motiva ese reconocimiento (los aplausos), saber que la población piensa en nosotros y que estamos trabajando por el bien de todos. Claro, con algunas incomprensiones”.
Y aun siendo un personal de seguridad pública, cuenta que no todo es perfecto. El sistema de medidas de seguridad que les han brindado es sumamente básico.
Sin embargo, lo más triste no es su exposición al contagio, es su nostalgia por ver a su familia y la preocupación latente de enfermarlos: “Si tuviera que decirte que ha cambiado, te diría que ha sido la familia. Ahora uno la valora mucho más, mucho más”.