La declaró como un cuerpo ciego y medio deforme, pero, quizás, con la capacidad de andar. Así concebía su última obra, la cual no alcanzara a ver publicada. Tras una revisión fue expuesta en 1971.
Por: Matt Apolinario Vivas
Antes de su suicidio, un año antes, José María Arguedas recibía el premio Inca Garcilaso de la Vega y confería estas palabras: “Yo no soy un aculturado; yo soy un peruano que orgullosamente, como un demonio feliz habla en cristiano y en indio, en español y en quechua. Deseaba convertir esa realidad en lenguaje artístico y tal parece, según cierto consenso más o menos general, que lo he conseguido”.
Y un poco antes, también, Arguedas escribía en sus diarios, el primero, lo siguiente: “Para los impacientes son inaceptables los días de cama o de invalidez previos a recibir la muerte. No; no los soportaría. Ni soporto vivir sin pelear, sin hacer algo para dar a los otros lo que uno aprendió a hacer y hacer algo para debilitar a los perversos egoístas que han convertido a millones de cristianos en condicionados bueyes de trabajo. No detesto el sufrimiento”. Empezaba a escribir para aliviar su dolor y exacerbarlo, para calmarse y agitar el espíritu, y empezaba el 10 de mayo de 1968. Mientras, el mundo vivía agitaciones sin precedentes que, para los optimistas, podría devenir en la instauración de un régimen sin explotaciones. A los ojos de su tan querido Amauta, Arguedas, de haber prestado atención a las revueltas, habría pensado que estas nuevas gentes tenían un “alma matinal”
Proceso de creación
Arguedas declaraba: “Y cuando desde San Miguel de Obrajillo contemplamos los mundos celestes, entre los cuales giran y brillan, como yo lo vi, las estrellas fabricadas por el hombre, hasta podemos hablar, poéticamente, de ser provincianos de este mundo”. Al tenor de ese sentir, afirmaba que emprendería la última de sus obras: “El zorro de arriba y el zorro de abajo”. Novela que, por lo demás, es el motivo de esta nota. Este año se cumple medio siglo desde su publicación póstuma (1971).
Mabel Moraña, crítica literaria, destaca que en la obra de Arguedas hay una textura cultural a diferencia de una textualidad literaria. Lo que le seduce, menciona, es el entramado material-simbólico “que forman el palimpsesto cultural andino, que se ahonda en la sierra, se enmaraña en las selvas y revierte en los flujos acelerados de la cultura urbana, atravesada por una multiplicidad de tradiciones, intereses y discursos a traves de los cuales se expresa la heterogeneidad irredimible de la sociedad andina”. Existe una construcción del sujeto colectivo como una suerte de identidad plural y heterogénea: identidad de la diferencia.
La naturaleza de los personajes y sus agencias
Asimismo, Arguedas despliega a través del narrador personajes cuya agencia es indefinible: conversan con empresarios, con los dueños de las factorías e industrias pesqueras. Tampoco existe una idealización del personaje andino, sea este migrante o viva en la localidad donde nació. Como resalta el crítico Javier Suarez, Arguedas mencionaba sobre Rendón Willka que era cualquier cosa menos un indio. Era una respuesta ante la crítica que realizó la famosa Mesa Redonda del 23 de junio de 1965. El sociólogo Guillermo Rochabrun consigna en un libro el debate completo y entre los dicentes se encontraban personalidades como Anibal Quijano, Sebastian Salazar Bondy, Jorge Bresani, etc.
Como lo menciona el mismo escritor, en sus personajes convergen tanto la racionalidad de la modernidad como la magia andina, todo en aras de la fraternidad. A pesar de no haber vivido en vano como reclama en una de sus confesiones, Arguedas termina por degenerar su estilo, a los ojos de la crítica literaria, y es que en su última obra los personajes tienen una agencia imposible y subyace en ellos la pérdida de la raíz y su inserción en un mundo industrializado. Como lo menciona Mabel Moraña ese inventario arguediano del que se vale para construir la obra agrupa objetos que son testimonio y residuo de una batalla perdida, presencia y ruina. Es en la novela póstuma donde se pretende narrar un proceso civilizatorio que homogeniza, donde la industrialización cuenta con una racionalidad propia, pero, a su vez, da habida cuenta de su sin-razón o destrucción. Mabel Moraña destaca la presencia de un personaje: “el loco Moncada”, quien sortea las vicisitudes de ese choque cultural andino-capitalista. En buena cuenta lo logra, pero termina por degradarse en fragmentos incomprensibles, no termina de ser un “aculturado”, no se asimila.
Entre análisis de la obra póstuma, cabe resaltar una cita de su “¿Último diario?”, que precisa para intentar aprehender la voluntad arguediana: “Los Zorros corren del uno al otro de sus mundos; bailan bajo la luz azul, sosteniendo trozos de bosta agusanada sobre la cabeza. Ellos sienten, musian, más claro más denso que los medios locos transidos y conscientes y, por eso, y no siendo mortales, de algún modo hilvanan e iban a seguir hilvanando los materiales y almas que empezó a arrastar este relato”. Pregunta: ¿Es mucho menos lo que sabemos que la gran esperanza que sentimos? Ya los zorros caminan inermes y envalentonados, dispuestos a todo por nada, con un espíritu que sulfura y carcome la vida misma. A veces no se hablan y casi no hay palabra que pueda ser dicha y quiera ser escuchada. No hay oídos para oír ni boca para decir.