Crónica sobre la visita a un asilo en vísperas del Día Internacional del Adulto Mayor.
Alvaro Sebastián Garcia
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Suena mejor llamarlo ‘Residencio’ que ‘Asilo’. Y es justamente por esa razón que un grupo de monjas del distrito de Breña han bautizado este lugar con el nombre de ‘Residencia de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados’. Viene funcionando desde el año 1898 y, a la fecha, alberga alrededor de 600 adultos mayores. La gran mayoría de sus huéspedes son de bajos recursos, tal y como comenta la Madre Superiora: “Aceptamos a cualquier ancianito que no tenga un techo donde pasar las noches, el único requisito que les pedimos a los familiares es que nunca los abandonen”, dice mientras agranda los ojos en clara señal de que más de uno no le ha hecho caso.
Lujosa Fantasía
Desde afuera este lugar aparenta ser una casa de reposo lujosa; sin embargo, a medida que uno se adentra en sus instalaciones una realidad distinta salta a la vista. Deslumbrantes paredes bien pintadas y rellenas de imágenes religiosas que albergan a adultos mayores que, en la mayoría de casos, no tienen los pocos centavos para comprarse una galleta en la cafetería ni son conscientes de la realidad en la que están inmersos. La ‘Residencia de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados’ brinda albergue y atención integral a ancianos, tanto sanos como con problemas de salud, ya sea invalidez, demencia senil, entre otros.
La primera imagen con la que se topan mis ojos es la de un anciano en silla de ruedas que, al verme con su vidriosa vista, pide que me acerque a él para susurrarme algo al oído: “Necesito un sol para comprarme papel higiénico. ¿Puedes darme?”. Responder negativamente siempre ha sido una tarea difícil para mí, por lo que accedo a su petición. “Nosotros les brindamos un cuarto compartido, desayuno, almuerzo y cena. Los gastos adicionales dependen de sus familiares o personas que vengan a brindar ayuda a la residencia”, explica la Madre Superiora.
Nuevamente niños
Ella me lleva por los pasillos hacia el patio principal y, emocionada, me comenta que no pude haber llegado en mejor ocasión, pues aquel día tienen preparado un gran agasajo a los ancianos del albergue por el día mundial del adulto mayor. Al llegar al lugar del agasajo, repleto de globos, serpentina y decoración extremadamente colorida, decenas de ancianos me saludan como si me conocieran desde antaño. “Muchos reciben visitas una vez a las quinientas, por eso se emocionan cuando ven un extraño”, me dice la Madre Superiora con voz acongojada. Decido ubicarme al fondo, al lado de una adorable señora en silla de ruedas, cuyo nombre es María Cristina.
Todos los días a las doce del mediodía suena un estruendoso timbre que regresa a los ancianos a la realidad y el 24 de agosto no fue la excepción. Este ruido, sumado a las voces de las monjas y enfermeras del lugar, les indica que es momento de regresar a los pasillos alejados del patio principal, donde se encuentran los dormitorios, servicios higiénicos, enfermería y demás. Rehusándome a dejar la residencia, me ofrezco a llevar a María Cristina al comedor, pues ya es hora del almuerzo y todos se dirigen a sus respectivos comedores. La ayudo a sentarse, me despido y le doy un beso en la mejilla en señal de afecto. Inesperadamente, coge mi brazo con sus débiles manos y me susurra al oído: “Siempre ven a visitarme”. El día de hoy tengo una nueva promesa que cumplir.