Redacción: Diego Morales
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En una ajetreada metrópoli, donde se aglutinan diversos elementos, como el humo contaminante de las fábricas, las temperaturas elevadas, los sonidos más variopintos y ruidosos de las bocinas de los autos, entre otros, termina provocando el sofocamiento y malestar de los millones de limeños. Sin embargo, en aquella atmósfera de tedio se puede oír el canto de una sirena. Y quién la motiva a cantar es Miguel Ángel Ponce. Un muchacho que solamente haciendo uso de un serrucho indefenso y un arco para tocar el chelo la hace recitar las tonadas más afinadas y cristalinas que hay en la ciudad. No todo es bulla en el centro de Lima.
La isla de Okinawa es la isla de mayor tamaño del archipiélago Ryūkyū, el más meridional de Japón. Con una superficie menor de 1300 kilómetros cuadrados, Okinawa es una ciudad que se encuentra dentro del islote que tiene el mismo nombre, y fue ahí donde Miguel Ángel conoció el “arte del serrucho”. “Gracias a Dios desarrollé el arte del serrucho musical. Es un serrucho sin dientes que lo utilizamos como un violín. Tiene un sonido parecido al canto de una sirena”.
Por la forma de sus ojos uno se da cuenta de su linaje asiático. ¿Tienes descendencia japonesa por parte materna o paterna?, le pregunto. “Materna. Mis apellidos son Ponce Yokono”. El abuelo de Miguel fue quién le enseño a tocar este instrumento, “de él herede este talento”.
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Este joven de 27 años, que carga colgado un cuarzo para evitar las energías negativas, que viste una oriental camisa negra como las que usaban los samuráis a finales del siglo XXII, y que tiene frenos en los dientes, ya lleva cinco años serruchando con música los oídos de los transeúntes que pasan por la cuadra dos del jirón Ucayali. “Sólo vengo los fines de semana. De una a ocho de la noche”, comenta Miguel acomodando sus discos en el stand improvisado que está al costado de su pequeño amplificador. ¿Es el único álbum que has sacado? “Sí, gracias a Dios. Es mi cosecha. Tiene doce canciones. Pero hay dos volúmenes, éste es el segundo”.
Habla con nostalgia al recordar Okinawa: “la vida allá es otra”. Desde su regreso Miguel no ha visto a otro colega que toque el serrucho, a otro “serruchista”. “Si ves a uno, pásame la voz” comenta Miguel con una sonrisa honesta. “El arte se ha hecho para compartir. No para competir”, sentencia Miguel, mientras un señor se acerca para preguntarle el precio de su disco y él me hace un ademán con su mano para que espere un momento.