Por Claudia Ríos
En las entrañas del bullicioso distrito del Rímac, se erige un rincón que guarda consigo los ecos de la selva de la que vivían sus habitantes, un pueblo de origen shipibo-konibo, del que una vez provinieron. Este pueblo, hoy anclado en la periferia de Lima, lucha silenciosamente contra una problemática que, como un veneno lento y mortífero, se filtra en cada rincón de su vida: la escasez de agua.
En un inicio, por las mañanas, los pobladores aguardaban ansiosos la llegada de las cisternas de Sedapal, mientras sus rezagos convertían los baldes en su tesoro más preciado. Estos baldes, improvisados testigos de esta espera interminable, se vuelven protagonistas en una danza de paciencia y necesidad. El líquido vital, que en otros lugares fluye con fría indiferencia, aquí se convierte en un tesoro codiciado, en una moneda de cambio por momento de alivio y tranquilidad.
La solidaridad emerge como respuesta al desamparo: a lo largo de la comunidad, se alzan pilones construidos con esfuerzo colectivo de la resiliencia comunidad de Cantagallo. Monumentos modestos que representan la resistencia de un pueblo que se niega a doblegarse ante la sed. Sin embargo, la tristeza se filtra en la olla común, donde la falta de agua diluye las esperanzas y agudiza la carencia de recursos. Las familias que conforman la olla común, corazón palpitante de la comunidad, sufren las consecuencias de la escasez de agua.
Familias enteras se ven afectadas, forzadas a administrar con parsimonia cada gota, mientras la angustia se refleja en rostros marcados por la sed. La olla común, que debería ser fuente de encuentro y nutrición, se convierte en un espejo de la sed que devora la complicada y cruel cotidianidad que vive la comunidad de Cantagallo. No obstante, en medio de este panorama desolador, la niñez, ajena a la crudeza de la realidad, juega con inocencia en las calles polvorientas. Los niños, con sus risas resonando entre las chozas, desafían la adversidad con una fortaleza natural. En sus ojos, la ingenuidad se erige como escudo contra la desesperanza, y en sus juegos, encuentran la plenitud que la falta de agua intenta arrebatarles. En este rincón olvidado, la infancia se erige como un faro de esperanza en medio de la sequedad que amenaza con apagar la luz de una comunidad resiliente.
Así, mientras la falta de agua golpea con dureza, la comunidad de Cantagallo en Lima teje su historia entre la sed que los amenaza y la esperanza que se niega a desvanecer. En la lucha diaria por un recurso que debería ser un derecho fundamental, la comunidad persiste, sostenida por la solidaridad, la resistencia y la sonrisa inquebrantable de sus niños, quienes, a pesar de las circunstancias, siguen jugando a ser felices en medio de la aridez.
Deja una respuesta