El incierto lugar en el que vive Hugo Mazetti gracias a los gajes que le proporciona la muerte.
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Escribe: Dayanara Champa
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Al llegar al lugar, una abandonada y solitaria silla de color blanco es quien da la bienvenida a un cliente más. Cruces, santos y el papa Francisco bordean y rellenan el espacio al que miles de personas no quieren llegar. Las paredes están compuestas del frío color azul, que refleja el alma del lugar. Debajo de la brillante imagen, en donde predomina el verde y el amarillo, que alude a la Virgen de Guadalupe, se encuentra el cajón que recibirá a uno de los que se les acabó el recorrido por la vía de la vida.
El color rojo pasión de las sábanas que están sumergidas en una ola de ropaje sobresalen en el foráneo lugar. Las camas de los que le entregan su vida a su trabajo, tienen similar tamaño al de cajón de los elegidos. A escasos metros, una flameante luz naranja conjunto a varias más, calientan un poco el imperturbable espacio. Al centro una mesa de color tierra termina por armar el lugar.
En la funeraria Vasco, el orden de los cajones tiene una explicación. El primero y el más grande cajón es para un ser voluminoso que ha gozado en su máximo esplendor la comida peruana, el segundo es para un treintañero y el tercero color de la paz será atribuido a una mujer.
Al costado del baño un hombre bajito, de piel gastada y unos ojos que a duras penas se pueden apreciar, está ligeramente recostado sobre uno de los cajones de la muerte. Aquel menudo hombre, dueño de la gran Funeraria Vasco, que comenzó hace mitad de una década, dirige su mirada a un cajón de unos dos metros, en donde claramente un recién nacido que aún no había conocido el mundo, tendría que ocupar el lugar.
Con melancolía y tras unos breves minutos contemplando el ataúd, por fin comenta: “La vida es así, cuando toca, toca; no importa el color, la raza, cultura, si tienes dinero o no, la muerte no cree en nadie”, termina susurrando el dueño de aquel lugar, Hugo Mazzetti Lau, a una viuda que acababa de enterrar a su ex marido apenas dos semanas atrás, mientras el hombre le da un beso a la estampilla que llevaba en sus arrugadas manos.
Con pasos lentos Hugo se dirige a su mesa que lo ha acompañado desde que era un niño, el cual su única preocupación era ser feliz. Se sienta, da un respiro, se seca las lágrimas y espera a que la cámara empiece a grabar y hace su mayor esfuerzo para colocar su mejor rostro.