Centenares de limeños recorren todos los días los conflictivos caminos de la ciudad. La espera impaciente de llegar rápido a sus destinos los consume. La intriga de regresar a salvo a sus hogares no los deja tranquilos. Este es un recorrido habitual de cualquier ciudadano que sale de estudiar o trabajar de San Isidro o de distritos aledaños y que vive en la periferia de Lima.
Redacción: Estefano Matta Garratt
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«Qué bestia, cuánto se demora». «Pague con sencillo». «Avance al fondo». «¡Apéguese!» «¡Ya no entra más gente!» «No hay medio». «Joven, párese bonito». Estas y un sinfín de más frases te esperan en el trayecto San Isidro-Chaclacayo. Si ya es un suplicio llegar tarde a casa y dormir pocas horas, aún te aguardan los avatares típicos y diarios de utilizar el transporte público de la capital.
Son las 7 p.m. en una fría noche limeña. Es una de las temibles horas punta. El trabajo te deshizo por completo y solo deseas tirarte a la cama panza arriba. Pero, de pronto, aterrizas de tu nube cuando divisas a lo lejos una fila de veinte personas en el paradero del Corredor Rojo. Los minutos no se detienen y no hay ningún bus a la vista. Las personas siguen colmando el poco espacio de vereda destinado para el paradero autorizado y exclusivo del Corredor. La única diferencia de esa esquina de la avenida Pershing con alguna otra es que allí está colocado un tubo de metal y, por encima, un pedazo de plástico con las palabras «Paradero» y «Troncal 209 y 201» un poco más abajo. Imaginas que ya es demasiada gente para una fila y, al ver llegar después de media hora un bus, piensas que es demasiada gente para un vehículo. Si la suerte está de tu lado, puedes ser el último en subir; aunque sentirás la puerta cerrar en tu espalda como para que te vayas acostumbrando a lo que vendrá luego.
Tienes que pagar con sencillo, porque, si te atreves a dar un billete, estás condenado: el chofer te hace esperar hasta el siguiente paradero para darte el cambio. Si eres estudiante pagas 80 centavos y, si no, el pasaje normal está 1.70 nuevos soles. Hasta diciembre del año pasado, esas tarifas costaban 70 centavos y 1.50 nuevos soles. No entiendes cómo puede subir el precio sin vislumbrar alguna mejora. Una vez con tu boleto en mano, se te sugiere con un tono de amenaza dirigirte hacia el fondo. Crees que la petición es absurda. Es imposible distinguir el pasadizo del bus. El horizonte está cubierto de ancianitos y señoras de un volumen importante. Se amontonan como animales desesperados por agua en un lago seco de una sabana en tiempos de sequía. Envalentonado, esquivas los escollos y logras colocarte en el único sitio que cuenta todavía con algo de oxígeno. Las ventanas no se pueden abrir más y ruegas a que la puerta trasera se active y deje en libertad a algunos pocos para que entre más aire. La congestión de vehículos en la Javier Prado es desquiciante. No por nada le dedicaron un programa de Don’t Drive In Here en el extranjero. A eso, se le suma el letargo del propio Corredor Rojo: debe parar en cada paradero y no se le permite a nadie zafarse del bus hasta que este se estacione de manera perfecta paralela a la vereda, dejando apenas diez centímetros de distancia.
Hay 214 buses con la potestad de transportar de manera cómoda, rápida y segura a 80 personas o, por lo menos, eso fue lo que informó el Sistema Integrado de Transporte de Lima (SIT) el año pasado. La realidad a bordo no es nada cómoda, rápida ni segura. Adentro, te golpean centenares de personas de todas las maneras posibles: codazos en la cabeza, pisotones, rodillazos cuando alguien quiere pararse de su asiento y los arañazos cuando se aferran a ti si es que alguien olvidó sujetarse. Por si fuera poco, tu paciencia disminuye a niveles críticos cuando llegan esas señoras que intentan despojarte de tu poco espacio conquistado. Intentan moverte con mucha lentitud y sutileza cada vez más hacia un costado. No se esfuerzan por cogerse del pasamano de arriba; ellas se sostienen con dureza del asiento que está al frente tuyo. No les importa rozarte o tener tu axila de sombrero. Pero, si resbalas y chocas con su rígido e inamovible brazo, te reprochan: «Joven, párese bonito». No sabes si responder. Presencias tantas peleas en el interior del nada moderno vehículo que se te van las ganas de comenzar otra.
Las riñas también están afuera. Cada paradero tiene una contienda distinta y hoy toca la siguiente lista. En el de Las Flores: «¡Apúrate, tortuga!», grita un señor desde su asiento. En el de Aviación: «El que subió al fondo, ¡que pague su pasaje!», regaña el chófer a un intrépido que decidió meterse una ‘criollada’. Pero la peor debe ser en el de la Avenida La Molina. Para entonces todos ya están hartos de su vida. Ven tan cerca pero tan lejos la última parada. Y se desata una batalla entre usuarios, trabajadores del municipio de Lima y el chofer.
-Oye, ya avanza no más. ¿Qué vas a parar acá con todo este tráfico?
-Tengo que parar en todos los paraderos. Si quiere ir cómodo, tome taxi.
-A ver señores, acomódense al fondo. Hay espacio. Los que ya tienen boleto que suban por atrás. Oye (al chófer), abre atrás, pues.
-¡Ya no hay más espacio!- increpa alterada una señora que subió hace unos minutos cuando el vehículo ya estaba repleto.
-Por favor, avancen al fondo- insiste el ingenuo trabajador de la Municipalidad.
-¿Eres tarado? Ven y entra a ver si hay espacio- replica con más ira la señora.
Unos buenos audífonos te ahorrarían escuchar las interminables trifulcas. El camino parece largo. De San Isidro a Ceres, te demoras de dos a tres horas en una inacabable agonía. Un trayecto que, en horas de la madrugada, toma unos 35 minutos. Esta ruta la amplió Luis Castañeda en enero del 2016 en su dos troncales, 209 y 201. Con Susana Villarán, solo la 209 iba hasta Ceres y la 201 te dejaba en el estadio Monumental.
El vehículo está cerca de detenerse en la última estación: un tramo de la vía misma en Ceres, en plena pista, sin vereda. Allí colocaron una reja para separarla con la auxiliar utilizada por las mototaxis, eso es todo. El carro sigue lleno y sigues de pie. Al librarte del Corredor Rojo, respiras un poco de aire fresco, del humo de los demás automóviles y del humo del hígado frito que preparan. El viaje no fue nada placentero, pero agradece que estás vivo. Te falta llegar a Chaclacayo.
***
Pones un pie fuera del Corredor y te topas con una marea agitada de mototaxis. No ceden el pase e invaden los lugares menos pensados. Una vez en la acera, a salvo de los carros, encuentras otra fila de personas: ves mujeres de todas las edades, con escasas y apretadas prendas, con exceso de pintura y discutiendo cifras con hombres. Sabes que debes estar alerta y vigilar todo lo que llevas. La fiscalía y la PNP advirtieron en enero de este año que Ate Vitarte es uno de los distritos con más robos en Lima, ubicado en el 4to lugar con un 6.2% del total. Los ‘micros’ no paran en Ceres y tienes que ir a Tagore. Recorres tres inacabables cuadras. Muchos ojos te observan en tu andar. Caminas sin voltear y con la mirada fija hacia adelante, como los caballos de carrera.
Llegas algo sudoroso a Tagore y esperas por un ‘Chosicano’ que no esté rebalsando de gente. Identificas a varios muchachos rondando el lugar. Tienen las manos vacías y no llevan equipaje. Te conformas con subir al primer carro que venga. Suplicas que sea uno decente. No puedes anticipar lo que llegará. Hay varios tipos de ‘Chosicanos’: están los que ponen luces de todos los colores, suben el volumen al tope y corren rápido; están los que solo prefieren quebrantar la paz ajena con una estridente música y aceleran al máximo; están los que tienen la radio malograda e igual van de prisa; y están los que no emanan ningún ruido y pareciera que transitan con moderación, pero, cuando uno que corre rápido los cierra, pisan el acelerador con furia. De hecho, ir tan veloz es una de las principales causas de accidentes de tránsito según el Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI). Solo hasta abril de este año, ya hay 150 muertes en las pistas y, en el 2015, se registró una abultada cifra de 641 muertes solo en Lima.
Logras treparte al ‘micro’ y, de inmediato, el cobrador te pide el pasaje. Pese a que te sujetas con solo un dedo, obtienes las monedas de tu bolsillo y se las das para que el tipo -que sigue metiendo gente- deje de acosarte. Son las 10 de la noche y el tránsito es lento en Vitarte, Huachipa, Santa Clara, Horacio y Huaycán. Pronosticas una hora más para llegar a casa. Mientras te acomodas lejos de la puerta por temor a un choque, posas la mirada en las múltiples casitas triangulares de cemento con una cruz de madera en la punta superior del techo que decoran la Carretera Central. Sueltas una plegaria por los muertos y por tu propia vida.
Estás cerca de Chaclacayo y aún ileso. Recorrer un aproximado de 35 kilómetros te costó casi cuatro horas de vida. Lograste sobrevivir otra noche usando el transporte público. Si tu espíritu no escapó de tu cuerpo en el transcurso de San Isidro a Ceres, tienes el temple necesario que requiere todo mártir citadino de a pie. Y, si no te caíste cuando el cobrador te sugirió «bajar con el pie derecho» en en el camino de la Carretera Central, estás intacto y listo para desafiar a estas dos bestias con ruedas por otro día más. Mucha suerte.