Por la reivindicación de los que no somos terrucos
Muchas veces el lenguaje te hipnotiza, no hay nada más poderoso que él. Es abstracto y concreto en su formulación. El hombre tiene un arma para ejercer su poder; el lenguaje tiene como rol central la construcción social de la realidad, eso nos lo demuestra la historia, por lo menos. Una sola palabra puede destruir a una persona distraída pensando en qué comerá hoy o a una multitud concentrada en un mitin político liderada por un demagogo cualquiera. A veces el lenguaje se sintetiza en una palabra o en conjuntos de palabras distribuidas para muchos o muchas, con diferentes sentidos y en diferentes contextos. La palabra, o las palabras –tal vez -, pueden estructurarse en insultos, los cuales se muestran inherentes al desarrollo cultural o social de una sociedad o hasta de un país. Al leer los periódicos peruanos esta condición de la palabra se hace muy común; el insulto se vuelve una constante sin fundamento que llama la atención de muchos y capta seguidores, que inclusive comienzan a repetir dicha estructura. El estigma se simplifica en una palabrita, en momentos como estos ya todos y todas la han escuchado y hasta usado; decir “eres un terruco”, es algo que puedo oír casi a diario durante los últimos meses. El estigma social se ha vuelto cotidiano.
Las contiendas electorales por el control del Parlamento y el sillón presidencial del Perú han sacado a relucir este estigma lingüístico. La polarización política se ha hecho denotar en estos meses. La Izquierda y la Derecha se han vuelto notorias en los candidatos y en ellos sus propuestas, que contienen lo que piensan y hasta lo que sienten. La Derecha remarca la representación del consumismo y de la expansión del mercado sobre la gente; se generan estereotipos en ella, la palabra también la envuelve. Sin embargo, la más afectada, sin duda, por los medios, por el populacho, por todos, ha sido la Izquierda política. En ella se entrevén ideas de cambio social, de y para el pueblo. Es ahí en donde los que se proclaman de izquierda proponen poner al Estado como ente que luche en la defensa de lo que el pueblo necesita y representa. Un auténtico protector de lo que el mercado no concibe siquiera. Para ello se plantean cambios económicos nada parecidos a lo acostumbrado en la economía de mercado. En ello florece un estigma sintetizado en la palabra. Lo diferente cae en la idea de desigualdad. La gente establece paralelismos con ideas extremistas, propias de las izquierdas fundamentalistas comunistas, representadas en grupos armados que azotaron nuestro país por dos décadas. Las ideas de igualdad social, jurídica y económica se comparan y hasta igualan erróneamente con las propuestas extremas de grupos terroristas como Sendero Luminoso o el MRTA (Movimiento Revolucionario Túpac Amaru), los cuales conformaron la estructura de violencia del Conflicto Armado Interno en el país. La palabra se simplifica en llamar a estas personas de izquierda contemporánea, terrucos. Que compitan en un ambiente democrático y que nieguen la violencia, no sirve. Si piden igualdad, si piden cambio económico o si tan solo critican los movimientos libres del mercado económico, son terrucos. Que salgan a protestar o que se manifiesten en contra de lo que un sistema económico de derecha contrae es ser terruco. El estigma se acrecienta cada día más, se estimula en una palabrilla con una alta carga semiótica.
Mientras camino por la universidad, tomo agua fresca del bebedero o simplemente recuesto mis posaderas en los pupitres duros de los salones, siempre veo u oigo cosas diferentes, conversaciones raras, miradas extrañas o hasta el sudor cotidiano del verano brotando de diferentes sectores de los cuerpos en movimientos de uno que otro chico o chica. Así como eso el estigma de la palabra se ha vuelto usual, representada en lo que entendemos por “terruco”. Esa palabra se maneja con tanta facilidad que algunos estudiantes se ven severamente perjudicados y esto termina en no solo estereotipar a los vinculados, sino en descalificar sus ideas y/o teorías de cómo ver y manejar las cosas.
Quienes apoyan el matrimonio igualitario a viva voz y por ende han salido a protestar exigiendo reconocimiento de sus derechos o los derechos de otros, pueden ser vinculados, hasta de broma, con alguien de izquierda y por tanto, luego, como terruco en el mejor de los casos. Felipe es un estudiante de comunicación audiovisual abiertamente homosexual y comprometido con el compromiso LGBTIQ de su universidad y el país. Su activismo lo ha llevado a manifestaciones y representaciones con motivo de exigir derechos en una sociedad profundamente patriarcal y que no lo acepta en muchos sentidos. Muchas veces él ha coincidido con ideas de izquierda contemporáneo, muchas veces también le han soltado un “qué terruco me saliste” o “maricón y terruco”, de la gente, de su familia, pero sobre todo en la universidad. Ese ambiente académico de libertad por excelencia se ha visto magullado por la insensatez de la gente, del estereotipo, por el insulto hecho palabra.
En varias ocasiones, he escuchado la palabrita, inclusive adherida con carga burda. “Terruco de mierda” o “Terruco hijo de puta” son expresiones que he oído y leído con mucha intensidad las últimas semanas. Con el crecimiento de Verónika Mendoza como candidata a la presidencia del Perú y el afianzamiento de la Izquierda en el país, las frases de ese tipo se han vuelto muchísimo más comunes. Hace algunas semanas yo estaba sentado en una de mis clases y mientras eso pasaba, discutíamos a viva voz, tanto el profesor como nosotros – sus estudiantes-, sobre lo que significaba ser víctima del Conflicto Armado. Yo era el único que me basaba en una condición básica de la dignidad humana, el reconocimiento de la persona como tal. Por lo tanto, cualquier persona, terrorista, militar, civil, buena o mala, se le debe reconocer como persona y, por supuesto, los derechos inherentes a él o a ella. En este caso a quien no se le respeta un derecho, como el del debido proceso, por ejemplo, se convertía en víctima indistintamente de su carga moral como persona. Esta idea fue rápidamente vinculada a una punzante masa de prejuicios y ataques, los cuales terminaban y se englobaban en una que otra pregunta. “¿Muchacho, eres terruco?” o “¿Crees en Sendero?”, fueron las preguntas que brotaban de la boca del profesor con un ligero desdén y sarcasmo al mismo tiempo. Y es ahí en donde me pregunto qué tan fácil es que el lenguaje falaz nos corrompa. Es acaso nuestro destino padecer en el olvido al englobar un pasado oscuro con cualquier idea de humanidad. El estigma de la palabra duele, lastima. Y en un ambiente que significa libertad y sabiduría en sí mismo – universidad – establece una contradicción perpetua que no sé hasta dónde llegará.