Por Romina Badoino
Cuando Henry baja de su camioneta pick up y busca con la mirada a su hermano, el balde de sangre ya está a medio llenar. Son las cinco de la mañana. Nadie habla aún. Aparte de las canciones que salen de la radio, los únicos sonidos que rebotan entre las cuatro paredes de la cochera al aire libre son el piar de los pollos, el sonido acelerado de sus garras arañando el metal y el raspar de cuchillos afilándose. A pesar de que adentro hay dos camionetas estacionadas y una moto taxi descompuesta, el sitio ha dejado de ser una cochera. Es ahora un camal clandestino de pollos, en donde en las tres esquinas del lugar, hay mesas de maderas infestadas de plumas, mataderos, torres de jabas de pollos vivos y cilindros de agua hirviendo sobre cocinas de gas. El aire es una mezcla de olor a pollo, barro y sudor. Pero el hedor que proviene de estos animales no le molesta a ninguno de los diez trabajadores que se encuentran matando y pelando pollos desde las tres de la mañana. Henry tampoco lo siente pues se ha acostumbrado a el por más de treinta años.
Mientras Chichi, su hermano, coge de las patas a cuatro pollos muertos – dos en cada mano-, y los sumerge en agua caliente, Henry esquiva con destreza la montonera de jabas y bateas, los charcos de agua, sangre y plumas, y entra a un cuarto que funciona como vestidor. Al cabo de unos minutos sale vestido con una bermuda, un polo de manga corta y unas botas blancas de jebe de donde sobresalen casi a la altura de las rodillas unas medias rojas de fútbol apretadas. Con un cigarrillo consumido a la mitad entre sus labios, descuelga dos mandiles plastificados y se los pone uno sobre otro. Ni bien da la última pitada, Henry introduce sus manos en uno de los baldes de agua fría para mojarse los rulos canosos y azabaches. Sacude sus manos y coge uno de los pollos desplumados. Con la ayuda de un cuchillo, introduce su mano dentro del animal para sacarle y cortarle las tripas. Son las cinco y veinte de la mañana.
Detrás de él, en una mesa pegada a la pared, el gordito Luis remueve las plumas de los pollos con un rítmico palmeo. Todo su cuerpo se encuentra salpicado de plumas húmedas, sobre todo sus brazos. “Palmear no es fácil, se necesita de técnica”, dice Henry. Para él, sólo después de seis meses se puede llegar a desplumar completamente bien un pollo.
– El problema son las alas- explica Henry cada vez que recluta a un ayudante-. Hay que saber removerlas con las yemas de los dedos y a no palmear muy fuerte la piel del pollito, porque si no se te destroza. Hay que saber no reventarle la piel.
Sin embargo, remover las plumas a los pollos no es la parte más difícil. Sabe que lo que más cuesta de este trabajo es matarlos. Hay que saber hacerlo mecánicamente, sin demorar y con un movimiento rápido de manos. Al pollo se le agarra de las patas, se le da un golpe en la nuca y se les hace un rápido corte en la yugular. Luego los ponen de cabeza en uno de los embudos de metal, en donde se desangran por unos minutos. A este conjunto de embudos artesanales, puestos en unas vigas de madera con un plástico abajo que recoge la sangre y la encamina por un hueco en un balde de 60 centímetros, se les llama mataderos.
Henry mató por primera vez un pollo a los dieciséis años. De pequeño, cuando venía a ayudar a su papá, le daba pena que los mataran. Ahora está acostumbrado. Es su trabajo y ya no piensa mucho en ello. Hay que hacerlo rápido, porque hay pocas horas para desángralos, remojarlos, quitarles las plumas y las vísceras y prepararlos para los mercados.
A las seis de la mañana, comienzan las bromas. Pronto las plumas se acumulan en pequeños cerros en el suelo y el sonido del trabajo comienza a ponerse en un segundo plano. Aquí todos son hombres, siempre ha sido así.
-El trabajo sucio lo hacemos nosotros-comenta Henry entre risas-. A las mujeres les gusta más la parte de la venta. Yo le enseñé a la madre de mis hijos y ella todavía tiene su puesto en el mercado de Jorge Chávez. Antes encontraba más mujeres en los camales. Ahora ya no muchas.
Todos se conocen aquí y a nadie se le llama por su nombre. Hace ya muchos años que Henry Villavicencio se ha desprendido de esta formalidad. Por sus ojos achinados, él es conocido como Chino.
-¿Ya cuantas Jabas hemos sacado?-le pregunta a Chichi.
-Unas cuatro canastas de hembras-le responde su hermano, mientras que se agacha a contar las torres de jabas vacías-. Ya están los cincuenta pollos de Fernández.
Fernández es un amigo de Chino que viene al camal de lunes a domingo a recoger cincuenta pollos. Él tiene la concesión de un restaurante en una escuela de policía. El kilo lo vende a S/. 8,50.
De pronto, un hombre flaco de piel morena, con los dos brazos enyesados interrumpe la conversación.
-¡Julito!-grita el chino mientras que con el cuchillo sigue removiendo vísceras-. ¿Cómo estás, hermano?
-El negro ha venido a traer gato-gritan desde el otro rincón, donde otros comerciantes siguen desplumando a sus pollos.
-Chino, quiero veinte pollos pa pollada-dice Julito, quien apenas sonríe, pues la cara la tiene hinchada.
Chino termina de preparar un pollo, lo pone en una bandeja, y se acerca para darle un abrazo al recién llegado.
-Yo te dije negro. Yo te lo advertí-le dice en medio del abrazo y entre las carcajadas de sus compañeros-. Te dije que no te subas al ring conmigo. Y tú insististe, hermano.
-Te han tenido que armar-comenta Chichi mientras remoja los pollos, cerca a donde los otros dos conversan.
-Sí pues. Pero ya. Quiero veinte. En la tarde me los das.
El Chino regresa a su mesa de trabajo a recoger su agenda donde anota los pedidos, los pesos y sus cuentas. Siempre tienen a la mano ese cuaderno cuadriculado.
-Ya listo, Julito. Yo te los tengo.
Mientras Julito, quien apenas puede mover los brazos, desaparece de la misma manera en que apareció en el camal, llueven las carcajadas de todos. Julio, en plena borrachera, quiso entrar por arriba a su casa. En el proceso, trepo por su techo de calamina y este se rompió, haciendo que Julio se fuera de narices contra el suelo.
-¿Y por qué lo del gato?-pregunta Luis, quien no viene seguido a trabajar, pues hace tres meses se enlistó al Ejército. Cuando tiene semanas libre, viene a ayudar al Chino para hacerse una platita.
-Es que él come gato-le explica Chino-. Aquí en Malambito se come mucho la carne de gato.
Cada vez hay más pollos pelados y listos para llevar. El Chino, entonces, comienza a empaquetar y a contarlos.
-Ya me voy a ir llevándolos a Balta-dice.
Con ayuda de Chichi, carga una bandeja llena de otros cincuenta pollos y los pone sobre una balanza. Anota el peso y luego los sube a la parte trasera de su camión. No tarda ni dos minutos en salir de las calles de Malambito, uno de los barrios más peligrosos de Surco Pueblo en donde hace más de un año tiene ese camal clandestino. Henry cuenta que ningún fumón ni ladrón se han metido con ellos.
Seis y media. Comienza la primera ruta del día. Las calles del límite entre Barranco y Surco son estrechas y llenas de curvas. Pero el Chino ha nacido por estas calles, se las conoce de memoria. Al llegar a la Plaza Balta, a unas cuadras del mercado, ve como gente sale de Barranco Bar, uno de los más famosos salsodrómos de Barranco.
-Mientras uno está trabajando, ellos recién están saliendo-sonríe-. Yo ya he tenido mi época.
A pesar de que se la pase bien con sus compañeros, él no quisiera haber tenido esta vida, este trabajo donde todos los días sale de madrugada, tiene cuatro días de vacaciones al año y termina de hacer cuentas y pedidos a las 6 de la tarde. Esta vida de comerciante se le fue heredada de generación en generación por su familia. Y aunque dice haberse acostumbrado a ella, le hubiera gustado bailar otro “swing” en la vida, de otros ritmos que también ha conocido en estos 43 años de vida. Le hubiera gustado ser luchador en un ring, pues por siete años entrenó lucha libre. Tal vez cantante, pues siempre que puede lo hace. Incluso le ha enseñado a sus hijos a cantar. Pero hay que sobre vivir y trabajar, aprovechar la oportunidad que uno tiene. Esta es la vida que le tocó.
***
Fue su abuela trujillana la que comenzó en este negocio. Piensa él que quizás fue porque en el Perú todo el mundo prefiere el pollo. No por las puras del total de carnes que consumen los peruanos, el 53% corresponde a esta carne. Junto a Brasil, el Perú es el mayor consumidor de carne avícola de América Latina, con cuarenta y dos kilos per cápita al año. El negocio del pollo movió en el 2015 aproximadamente 11 millones de soles según la Asociación Peruana de Avicultura.
Su abuela comenzó vendiendo pollos en La Victoria, en el ahora inexistente mercado de La Parada que fue desalojado y movido a Santa Anita en la gestión Municipal de Susana Villarán en el 2012. Luego se mudaron a Surco, en donde hoy está el mercado Jorge Chavez. Pero en ese tiempo era como una paradita.
-Y de ahí aprendió mi papá. Y luego que ya conoció a mi mamá, también le enseñó a ella. Ellos comenzaron en la calle, a cuadras del mercado, con su mesita y su balanza.
Entre los diez y once años, Henry ayudaba a sus padres. Antes no existía prohibición para que se mataran y desplumaran los pollos en el mismo mercado. Así que él ayudaba, cargando al hombro, a llevar los pollos del mercado al puesto en la calle de sus papas. Luego ellos obtuvieron su puesto en el mercado y hasta ahora su papá, a los 67 años, sigue en la venta de este negocio de plumas.
La parte que más recuerda de su adolescencia, no tiene que ver mucho con los pollos. Durante esos años, él se escapaba por la ventana junto a su hermano a jugar con sus amigos del barrio de La Victoria. Fue ahí donde conoció a su amigo Giovani, aunque cuenta que este en realidad se llama Juan Velarde.
-Su papá era luchador de la selección peruana. Incluso fue a las Olimpiadas de Munich del 72. Entonces Giovani nos contaba a nosotros y un día fuimos a aprender con él. Su papá nos enseñó a luchar. Fuimos como quince amigos, hasta que quedamos él y yo. Practiqué lucha libre por unos siete años, desde los catorce. Entrenaba en el Estadio Nacional.
Al igual que lo llevó a la luchas, fue también Giovani quien lo llevaba a fiestas. Él fue quien le enseñó a bailar salsa, con quien se escapaba junto a sus otros amigos a los salsodromos de La Maquina del Sabor y a otros más de La Victoria. Pero la música estuvo en Henry desde pequeño. Él se encerraba en su cuarto y junto al toca casset que tenía, se ponía a cantar. Así también, cuando se escaba a las fiestas, se quedaba mirando como cantaban los de las orquestas de salsa.
Pero, por esos años, Henry sólo podía soñar con subirse a un escenario a cantar frente a un público. No pensaba en ser cantante, pues le daba vergüenza. Este miedo cambió cuando conoció a Pochi Barreto, su amigo músico con quien suele cantar los domingos, quien es hermano del reconocido salsero peruano Julio Barreto, el que cantaba “quieremeeee, porque me has hecho conocer otra manera de querer…”. Chino siempre la canta mientas trabaja.
Pero en este mundo solo vive a ratos, en momentos prestados cuando nadie le hace pedidos por kilo. Tiene cuatro hijos, dos de los cuales aún están el colegio. No puede descuidar su trabajo. El estar en una orquesta implica cantar a las doce de la madrugada y terminar a las cuatro. Sería demasiado de ahí empalmar.
Cuando Henry piensa en lo que pudo haber sido, ser cantante está entre sus opciones, aunque ahora se conforma que lo pueda hacer esporádicamente. A él le hubiera gustado ser policía: “quería ser PI. En esos años, existía una brigada de la policía que trabajaban de civiles. Quizás me hubiera gustado también estudiar, y desarrollarme en otro campo laboral”.
Los rings también los tuvo que dejar cuando se enteró que iba a ser papá. Levaba ya años siendo parte de “Los Indomables” y entrenaba para la preselección. Ya no recuerda a donde iba a viajar para participar en ese campeonato al cual nunca llegó.
***
De cabeza dentro de los embudos, las patas de los pollos se estiran, haciendo que las garras suenen contra al metal en un tintineo que hace recordar al sonido del maíz convirtiéndose en pop corn. Mueven las patas mientras que la sangre les recorre el pescuezo y les empapa los ojos, luego el pico hasta que la sangre empieza a gotear. Son las ocho y media de la mañana y los baldes del matadero rebalsan de chorros de sangre. Esta es de un color rojo chillón y espeso. Por su textura, tiene el aspecto de ser pintura.
De pronto, un lloriqueo desesperado sobre sale de los otros cientos de píos. Henry deja en seguida el cuchillo y desprende su atención del pollo que yace entre sus manos.
-¿De dónde viene?-le pregunta preocupado a Chichi, quién ha dejado de pelar pollos
-No es del matadero-le responde su hermano-. A ver fíjate en las jabas.
Henry se acerca a las jabas y se agacha para levantarlas una por una. Las remueve, alzándolas y sacudiendo ligeramente a los pollos que pían encerrados. De pronto el chillido cesa. Sabe que los pollitos son delicados, y que a veces hay que asegurarse que no estén con un ala rota.
Por la mugre y la sangre, a primera vista el camal sería un desalmado matadero. Hay quienes piensan que el trabajo no es más que ser asesino de pollos. Pero el único insulto que recuerda por su trabajo, fue uno que a veces recibía de niño, cuando las mujeres le decían “pela pollos”. Sin embargo, quizá porque sabe pelear, o quizá porque es risueño y cantarín, en su vida no se meten con él por ser lo que es: un comerciante de aves que debe matar mínimo 250 pollos al día.
Tampoco ha conocido a vegetarianos que se indignen con su trabajo. Lo que sí ha conocido son las intervenciones de policías y serenos, que vienen a cerrarles el camal. Y es que existe una gran paradoja en el Perú: mientras el país lidera el consumo de pollo en América Latina, es también el país que tiene menos desarrollo tecnológico para el procesamiento de dicha carne. Es así que solo un 25% de los camales en el Perú son formales y autorizados. Henry pertenece al 75% informal.
Por eso se esconden. Su camal es uno improvisado, que no cumple con ninguno de los requisitos del Reglamento Sanitario Avícola, el cual exige superficies lisas, entorno limpio sin polvo ni al aire libre, iluminación con luz blanca y uso de agua con condiciones de salubridad y cloro nivel cinco. Pero Henry no tiene el dinero para invertir en este proceso. No puede descuidar su sustento familiar. Así lo ha hecho su familia por más de cuarenta años. No entiende cómo la Municipalidad no los deja instaurar un camal autorizado en Surco.
Por eso Henry les dice a sus hijos que este negocio debe morir con él. Ellos ahora pueden elegir estudiar, y por lo menos su hija mayor ya lo está haciendo en una universidad privada. Mientras tanto, hay que seguir luchándola pues el comerciante sigue trabajando hasta que la fuerza le dé.
Henry canta y golpea sus manos sobre la mesa mientras saca las cuentas del día y las anota en su agenda. Tener swing es una frase que siempre ha escuchado y que incluso la utiliza para describir el talento de una persona en lo que hace. Para los latinos, esta frase resume el llevar ritmo en la sangre, saber bailar y cantar bien por naturaleza. Henry sabe que siempre ha llevado su swing. Ya sea cuando luchaba a su propio ritmo en el ring o cuando con un movimiento rápido le da un corte en la yugular al pollo, o cuando sin vergüenza comienza a cantar una salsa. Ahora entona su swing donde sea, mientras reparte pollos, mientras anota las cuentas, mientras sueña cada vez que puede en un escenario.