Pasar un día con Luis Cueva Manchego, es un día que la crónica no debe pasar desapercibido. Lucuma es su nombre artístico desde 1996 donde se reivindicó con Dios y la pintura después de 27 en prisión por cargos que abarcaban desde robos a mano armada hasta asesinatos
Escribe: Salvador Candia Gamarra
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—Te regalo las fotos. Ahora, déjame en paz. ¡Lárgate! —lo oí gritarme. Poco a poco fue movilizándose hacia mí, amenazante, retador. Con su desplazamiento, su mano fue adelantándose también hacia los cubiertos gastados. No perdía de vista su
mirada, tenía mucha carga en ella; pero tampoco lo hacía de sus manos que hacían ahora un pequeño puño en el cuchillo.
El título de esta crónica señala y desmenuza a Luis Cueva Manchego. Lo dice en una de sus pinturas: “Del Puñal al Pincel”. Cual gato que prefiere mantenerse en las penumbras para parecer pardo, prefirió mantener sus historias a la tangente de las grabadoras de Alexandro y mía. Conocido como menciona en sus épocas del hampa como Loco Cueva o Frankenstein, lo contacté para realizar un seguimiento fotográfico-periodístico por ser un personaje tan sobresaliente gracias a su historia. Para ello contacté a un amigo cercano, Alexandro, porque él podía guiarme y apoyarme más con las fotografías que quería realizar.
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Estábamos en la iglesia del Movimiento Mundial Misionero, en La Victoria. Es una iglesia de religión cristiana con un sesgo muy crudo y chocante para los que asisten por primera vez por los gritos, contantes lloriqueos y peticiones de perdón a Dios, literalmente, a gritos. Lo esperamos con Alexandro alrededor de las 8:10 de la mañana en la puerta de la iglesia, demorándose Luís unos 20 minutos o un poco más en su llegada. Su apariencia era simple. Vestía una camisa roja chillona, una casaca negra que parecía impermeable y que decía en su espalda ADUANAS, como me mencionó en la llamada telefónica para que lo identifiquemos; unos pantalones negros algo manchados y unas botas negras que también lucían gastadas.
A diferencia de la primera vez que lo vi en alguna presentación de Barranco, donde más adelante nos menciona que junto con el distrito de Miraflores le parecen “unos lugares de mierda” por su falta de palabra para con sus trabajos, ahora lucía una crecida cabellera canosa a diferencia del mohicano. En sus hombros, llevaba un morral enmallado, como si fuese de pesca, en el que llevaba una botella de agua, un abanico y unas botas que le había regalado su hermano para las tierras de Iquitos.
Se le veía mayor. Fue inmediata la empatía y conversamos unos minutos porque el culto de la iglesia ya había comenzado, a lo que nos señala una cafetería para ir a tomar algo mientras esperábamos al culto siguiente. Ingresamos y pedimos tres cafés.
Mientras conversábamos, nos trataba con mucha amabilidad y nos llama de jóvenes; aunque también bromea, porque a Alexandro decide llamarlo Goliat por su tamaño. Mide casi dos metros. Nos reímos en conjunto. Pregunta acerca del trabajo que queremos realizar con él. Le respondemos y sonríe pícaramente cuando se le nombra su cambio, cosa que nos llamaba más la atención de él. Se siente un luchador. Continuamos contándole del trabajo. Le señalamos que este no iba a ser nuestro único encuentro, porque teníamos que vernos con él unas 2 a 3 sesiones más. Parece escuchar todo, pero para esto se pone alerta y nos
responde que entiende nuestra calidad de universitarios, o sea misios, pero que teníamos que colaborarlo.
Nos recuerda haber recibido a varios periodistas peruanos e internacionales como Chema Salcedo y gente del portal periodístico Vice. Pero, repentinamente, decide hacernos un comentario respecto a unas galerías que le deben dinero de algunos murales hechos en Miraflores a los que decidió ir a buscarlos al día siguiente porque se acercaba su viaje a Iquitos y, como nos definió tiempo más tarde enojado, porque “el hombre también camina con combustible”.
Ingresamos a la iglesia después del café, aunque el culto ya había empezado. Nos situamos en la parte trasera a lo que varios de los voluntarios y acomodadores de la iglesia nos miraron con esa mirada de “cazadores de hombres” por ser nuevos y lucir atuendos completamente distintos a los de todos los demás que es en caso de los varones terno y de las mujeres falda. También tuvo mucho que ver que ingresamos con la cámara en mano. Pese a que dos de los llamados hermanos se nos acercaron inicialmente para ofrecernos un mejor espacio, nosotros les comentamos que estábamos ahí para hacer un trabajo del caballero de camisa roja sentado en aquella banca –mientras señalábamos a Luís-.
El primero que nos atendió no se inmutó aunque me haya dicho que iba a consultar con sus superiores, pero el segundo fue más
efectivo y me comunicó que “el caballero no comulga aquí ni en ningún Movimiento Misionero”, por lo que preferí no retar a su constitución religiosa y que ambos terminemos en malos entendidos. Nos acercamos a Luis y le dijimos que era imposible hacer el trabajo, a lo que asintió para retirarnos y seguir con el itinerario para esa salida.
Caminamos y fuimos en sentido zigzagüeante por las calles de La Victoria, era la forma más rápida –y peligrosa- de llegar a las
calles donde el Loco Cueva pasaba sus días en la época que él denomina como las de bandido. Íbamos directo a la avenida Mendoza Merino, más conocida como Mendocita en La Victoria.
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—Muy bien, muchachos, yo me he portado con ustedes; ahora a ustedes les toca portarse conmigo —nos dijo fuerte y claro.
Con Alexandro nos miramos dudando porque esta conversación de lo “acordado” ya la habíamos tenido en la mañana con Lucuma. Tratamos de entrar nuevamente en razón con él porque esta no iba a ser la única visita que le haríamos y también porque nos dio a conocer de que necesitaba un poco de ayuda económica, pero no iba a ser esta la oportunidad que lo íbamos a
apoyar, sino en una de las siguientes ocasiones. Era inútil. Se veía la respuesta reflejada en la gesticulación, totalmente desaprobatoria.
—Ustedes, los comunicadores siempre son así. Uno no es cojudo. Yo no puedo confiar —sentencia el Loco Cueva.
Se estaba alistando, enojado y descontento, a comparación de todo el trayecto hasta su residencia. Con Alexandro, permanecíamos en silencio. Salimos de la casa y bajábamos hacia el paradero más cercano, pero Lu.Cu.Ma. decidió ser aún
más cortante y señalarnos un bus mientras nos decía “ahí está, ese carro los va a dejar en Grau. Yo ya no quiero ni mierda. Me voy a comer”. No dijimos nada y aún seguimos caminando. Era el único camino, así que los tres tuvimos esta extraña caminata con silencios largos e incómodos.
Llegamos a un lugar más llano e inmediatamente, sin decir una palabra, Luis se metió en un restaurante, se sentó y pidió un arroz con pollo. Me acerqué a él mientras Alexandro esperaba afuera. Quería intentar entrar en razón con él una vez más. Me miró después de haberse secado la frente y ya muy ofuscado, ahora de pie, empezó a gritarme “¡entiende que no quiero nada!”.
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Llegamos a Mendocita y caminábamos conversando todo lo referido a su pasado. Cuando teníamos que tomarle una fotografía, tratábamos de hacerlo disimuladamente porque le gusta mirar y sonreír. Mira los murales y saca lo mejor de ellos por los trazos o lo que se trata de retratar; mira las pintas del Alianza Lima y sonríe porque es el equipo que alienta. No puede pasar desapercibida la imagen de la Esquina Baylón, entre Mendocita y Humboldt, tampoco la imagen de la Virgen de Guadalupe y El Señor de los Milagros.
Cuando algunos se nos acercan, deciden no acercarse a nosotros, sino al Loco Cueva. Conversan un poco y sonríen porque quizás tienen algún recuerdo vago de él, quizás también solo tratan de no ser faltosos con él. Señala cada espacio donde alguna vez estuvo cuando era más joven. Dice que ahora está muchísimo más ordenado, porque antes no se podía ni entrar aquí.
Entrar a Mendocita es ver un espacio paradójico. En el recorrido se respira un ambiente festivo en donde las casas, las pintas de la celebración blanquiazul y la gente de barrio hacen que exista una gran armonía. Pero como un golpe directo cae la imagen de las calles que siguen combatiendo al vicio de la pasta y el alcohol etílico.
Dimos la vuelta por Isabel la Católica y Luís se ríe porque nos menciona que aquí es donde viven los pitucos. Nos reímos con él porque de pronto comienza a contarnos que también llegaba a ingresar a algunos partidos gracias a “la pendejada hacíamos con mis amigos que conocían a algunos directivos”.
Seguimos caminando y volteamos esta vez por jirón Abtao. Miramos algunas camionetas ingresar al estadio porque había alguna actividad del club, pero Lucuma detiene la mirada en el otro lado de la acera. Mira con mucha tristeza y a la vez con alegría.
—Una de las cosas que más me gustaba era cuando ingresábamos al cine Abtao, porque entrábamos todos chorreados a mirar películas y también dormíamos algo más cómodos.
—¿Hay algún género de películas que sea de tu preferencia?
—Sí, me gustaban las de acción y comedia.
Ahora mira y se detiene en la imagen del nene, Teófilo Cubillas. Menciona que es un bello mural, completamente distinto que los que él pinta, pero bello al fin de cuentas. Toma aliento. Lucuma está cansado. Quiere un taxi para que tomemos los carros que nos llevara a Huaycan, porque el dolor de su pierna ocasionado por los balazos recibidos lo estaban matando. Pero lo piensa mejor y nos dice que mejor será caminar porque los taxistas son pendejos y si escuchan algo, pueden hablar.
Llegamos y tomamos un colectivo. La cumbia y la chicha de la mini-van era completamente del agrado de Frankenstein, tanto así que llegaba a elogiar cada canción que sonaba y celebrarla con el conductor. Así fue hasta Huaycán donde tomamos un pequeño transporte más hasta la casa de su hija, un poco más arriba de la mitad del cerro de rocas.
Lucuma es como un gato. Le brillan los ojos cuando se siente querido y halagado. Encorva sus hombros cuando recibe un buen comentario. Baja el rostro sin dejar de mirar. Pero también es testarudo y temperamental. Levanta la voz, mira con odio y ataca cuando se siente amenazado o criticado.
Lucuma sale de una habitación de la casa y orgullosamente nos muestra sus pinturas y los cascos que le brindaron los militares en Iquitos para que él los pinte. Bromea con nosotros como lo hizo en todo el camino. Existe una complicidad extraña, engatusadora. Sabemos algo más de él, aunque no confiamos plenamente en todo lo que dice. Es como una amistad tóxica.
Ahora le empezamos a preguntar por sus tatuajes. Los tiene por todo el cuerpo, aunque algunos no se noten por la heridas de cuchillazos y balazos que antes recibió y algunas que él mismo se infringió. Sarita Colonia, el nombre de la madre de su hija, un Che Guevara y algunos otros nombres como de algunas mujeres que estuvieron en su vida son los que figuran y que fueron hechos en la prisión, por ello el trazo regordete e inconstantes por lo precarios que son los utensilios.
Seguimos riendo por unos minutos más, pero fue inmediato el cambio de ánimo de Frankenstein y se puso serio. Nos miró fijamente y nos dijo «muy bien, muchachos, yo me he portado con ustedes; ahora a ustedes les toca portarse conmigo”.
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Su mano estaba sobre el cuchillo de filo motoso. Después de haber recibido los gritos, decidí mencionarle que esta no era la forma en que quería que esto terminará, pero no podía hacer más que retirarme. Sentía mucha adrenalina y miedo por lo que
podría llegar a suceder, pero aún me mantenía escéptico por una mala posible acción proveniente de él, aunque uno sepa lo volátil que puede ser la naturaleza del hombre.
Salí algo acelerado de aquel restaurante y apenas pisé el exterior, llamé a Alexandro advirtiéndole que coja el primer mototaxi con dirección a la avenida principal. Desaparecimos. Mirábamos por la ventana trasera del mototaxi y los retrovisores. El chofer se dio cuenta y comenzó a burlarse en silencio, probablemente porque parecíamos un par de chibolos pituquitos varados en un lugar donde no deberían estar. Casi no hablamos del tema con Alexandro. Como decía Borges, es mejor no hablar a menos que puedas mejorar el silencio.