El confinamiento es un mecanismo que busca disminuir los contagios de covid-19. Esta medida, a su vez, genera que miles de familias no tengan qué comer y se vean en la necesidad de hacer una olla común.
Escribe: Kate Bustamante Larenas
Foto: Kate Bustamante Larenas
Angélica Reymundo es una joven de 24 años. No trabaja y tiene una pequeña que tiene hambre. Desde el 2020 se vio fuertemente golpeada por la pandemia que se vive por la Covid-19. Según el informe del Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI), la tasa de desempleo a nivel nacional fue de 12.4%, dejando a más de 994 mil 300 personas sin trabajo. Ese fue el caso de Angélica y su esposo, quienes trabajaban como ambulantes en las calles del Centro de Lima. Desde el 15 de marzo tuvieron que quedarse en sus casas obligatoriamente. Su único sustento económico tuvo que parar radicalmente. Pasaron tres días donde su pequeña hija de cuatro años era la única que solo comía una vez al día. Un caldo con fideos. La desesperación incrementa con el pasar de los días. Un mes después tuvieron que dejar el pequeño cuarto en el que vivían. No había dónde vivir. No había cómo pagar.
“Mi esposo tuvo que salir, con miedo de contagiarse o que lo lleve la policía, pero no había nada más que hacer, era eso o que mi niñita siga con hambre, los niños no entienden qué es no tener dinero”, nos cuenta la joven madre con total angustia.
Angélica no tuvo otra opción, así que se fue a vivir con su tía Sabina Reymundo Taipe, quien desde los 10 años tuvo que trabajar para hacerse cargo de sus hermanos. Su madre murió atropellada por un camión que iba a recoger sus cosechas en Ayacucho. Sin estudios. Sin trabajo digno. Sin ingreso fijo todos los meses. Solo tenía mucha fuerza de voluntad para sacar adelante a sus tres hermanos. Consiguió venir a la capital con su esposo cuando cumplió los 18 años. Construyeron su casa ellos mismos en el Asentamiento Humano Santa Clara Alta en el distrito del Rímac. Para llegar a este lugar se debe tomar un carro hasta el Túnel que conecta San Juan de Lurigancho y el Rímac, después tomar una mototaxi que tarda 5 minutos en subir hasta la Plazuela Caja de Agua, el resto del trayecto se hace a pie. Rodear el cerro mediante los angostos caminos de tierra, es lo más complicado. Hay que ir siempre pegado al cerro, sino un gran abismo te espera. Luego de quince minutos caminando y por fin se llega al destino. Al llegar no solo se ve la necesidad de Angélica y su tía Sabina, más de 200 personas en la comunidad estaban pasando por la misma situación.
Las mujeres, al realizar la entrevista, nos comentaron que, luego de tanto sufrimiento, llegó un ángel que les dio paz. Una persona que les permitió seguir alimentando a sus familias en conjunto. Todos los vecinos debían apoyar para que funcione. Y así fue. El padre Miguel Ángel de la Parroquia San José les donó unas ollas grandes para que puedan cocinar. Angélica y Sabina se juntaron con otras madres para hacer una cooperativa: Angélica fue nombrada como Directora, Sabina como Tesorera, Yolanda como Coordinadora del desayuno y Alesia como Coordinadora del almuerzo.
Lo convirtieron en una rutina, ocho mujeres estaban encargadas del desayuno. El trabajo empezaba a las 4:00 am para que los 40 kilos de avena se cocinen con leña. No tenían cocina a gas. Sus hijos entre 10 y 16 años eran los encargados de recolectar los restos de madera que botan las madereras de Acho todos los días a las 6:00 pm para usarlos para cocinar al día siguiente. No había agua. Todos los vecinos tenían que hacer una cadena humana a las 5:00 am para así pasar baldes de mano en mano hasta un tanque negro de agua que les donó el Padre. A las 6:00 am era la hora en la que sus maridos salían a trabajar. Sin comer.
“Mi esposo trabaja como lustrador de zapatos, el de Sabina afila cuchillos y el de Yolanda vende maní en los micros, con suerte y regresan con 10 soles”, nos dijo Alesia mientras separaba la avena.
Cuando la avena está a medio cocinar deben apagar la leña. No se debe echar a perder nada. Una cucharada de avena quemada es un niño sin comer. A las 7:00 empiezan a bajar de lo más alto del cerro 50 niños con sus platos y baldes de plástico para llevar el desayuno a sus hogares. Esta olla común alimenta a 50 familias. Cada familia tiene de 3 a 5 miembros. Al entregar el alimento, la tesorera cobra 1 sol por plato a todos y lo anota con carboncillo en una hoja de papel para poder hacer sus cuentas. Mientras terminan de atender y lavar las ollas, llega el segundo turno a las 9:00 am, que está compuesto por otras 8 mujeres, pero acompañadas de sus hijos. Los más pequeños duermen en las espaldas de sus madres, cubiertos con una tela colorida y los más grandes juegan a subir y bajar el cerro. Una carrera que para cualquier persona puede resultar peligrosa, para ellos es la manera más común de divertirse.
De pronto, las mujeres del grupo de la tarde sacaron los alimentos que compraron un día antes las señoras del grupo de la mañana. Se empezaron a escuchar ruidos. Aplausos. Silbidos. Les tocó cocinar segundo. “No comemos arroz con algún guiso seguidamente, casi todos los días con sopita nos tenemos que conformar” nos cuenta. Cuatro empezaron lavando las verduras, las otras iban sacando el arroz y los niños bajaban el agua. A las 11 am se acoplaron al trabajo tres mujeres embarazadas. Las verduras sancochadas eran puestas inmediatamente en las manos de las mujeres. Calientes. Hirviendo. Tenían que continuar. A las 12 empezaban a llegar sus comensales con sus ollas.
No dejaban que nadie más que ellas coman en el mismo lugar donde cocinaban, dentro de lo posible hacían cumplir el metro de distancia para no contagiarse del covid-19. Los niños no usaban mascarillas. Dos de las madres del turno de la tarde tampoco tenían mascarilla. Acabaron a la 1:30 pm. Sin previo lavado de manos cada una se bajó la mascarilla y empezó a comer.
“Acá nadie ha muerto del virus, la necesidad que nos ha traído esto es más difícil, yo he dado a luz a mi ñaña en mi casa, en las postas no me atendían y no hay plata para una clínica, casi me muero desangrada”, nos contó Kusi Taipe de 19 años con su bebé en brazos de 9 meses, mientras lavaba la olla donde se cocinó el arroz.
Sus hijos no estudian. Pero antes lo hacían. Tienen sueños que ahora están en pausa por falta de celulares e internet para tener clases virtuales por zoom. Los datos móviles son un lujo que no pueden pagar. Según el Ministerio de Educación y Cultura, más de 72.493 escolares en el Perú han dejado de estudiar por falta de acceso a internet. Estas mujeres luchadoras se las ingenian para seguir adelante, junto al trabajo de sus esposos y la ayuda económica que les da el Padre Miguel Ángel. Siempre han trabajado como ambulantes para poder sobrevivir, pero ahora necesitan ayuda. Ponen toda su fe en Dios para que esto acabe y vuelva a su antigua normalidad.