Akundún, aquel famosísimo disco fusión del que muchos disfrutaron a inicios de los 90’s, no tuvo su origen en ese año. Fue en 1978. Conoce el nacimiento de la amistad entre Amador y Miki, autores de Akundún.
Gracias a César Calvo, Miki llegó a El Carmen en 1978. (Foto: archivos de Miki González).
Redacción: Jorge Zaldívar Marroquín.
Video: Giandiego Nuñez.
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Por la noche, Lima era muy silenciosa, no había muchos carros por las calles, ni aves cantando por los aires. Durante la noche era muy difícil no conciliar el sueño, pues la tranquilidad que se sentía era adormecedora. Todos los vecinos de Camacho, La Molina, se iban a sus camas a las nueve de la noche. Ese silencio ensordecedor, a veces era interrumpido por un pequeño susurro de guitarra que se oía a lo lejos en la oscuridad. Pam, pa pa, pam pam, pa pa —se oía —. Pam, pa pa, pam pam, pa pa —se repetía —. Pam, pa pa, pam pam, pa pa —una y otra vez —. Pam, pa pa, pam pam, pa pa. Pam, pa pa, pam pam, pa pa. Pam, pa pa, pam pam, pa pa — durante horas, durante la noche.
Los vecinos se preguntaban quién era el autor de esos pegadizos bordones de vals que amenizaban las noches del barrio. Algunos daban pistas de quién podría ser, de dónde podría venir, pero nadie estaba en lo correcto. César Calvo, el poeta, quien vivía en un pequeño cuarto alquilado dentro de una gran casa, sabía que el anónimo guitarrista era su vecino. Siempre disfrutaba de su música por las noches, pero nunca se había atrevido a conocerlo.
Toc, toc — tocó el poeta a la puerta. La guitarra dejó de sonar, la puerta se abrió y un delgado y alto joven de 26 años apareció.
—Oye, tú tocas bordones. ¿Te gusta la música negra? —le preguntó el poeta.
—Me encanta — le respondió Miki González.
Era 1978 y Miki vivía en un pequeño cuarto poco iluminado, sin muebles ni sillas, que tan solo contaba con una cama, una pila de vinilos y su inseparable guitarra. Ese cuarto no era suyo, recién se había mudado, proveniente de Barranco, luego de que su hermana le dejase la habitación después de haberse casado. César Calvo y Miki González eran vecinos de habitación, dentro de la casa de los padres de Miki.
—Qué curioso. Yo he sido letrista de Perú Negro[1]. — le comentó César buscando el interés de Miki.
—¡Ah! Yo no sabía.
—Conozco a alguien que te podría interesar. Se llama Amador Ballumbrosio —César había conocido a Amador cuando fue parte de Perú Negro. Por aquel entonces había un chico llamado Ronaldo que era de Cañete y conocía a Amador por su faceta de zapateador, pues en Cañete se practicaba la Danza de Negritos[2], donde Amador bailaba. Ronaldo invitó una vez a César, que era su amigo, a El Carmen para que conociera a ese tan buen zapateador. César conoció a Amador y se hicieron amigos desde un comienzo.
Solo una noche aguantó las ganas Miki por conocer más sobre la música negra. A la mañana siguiente, un domingo, Miki fue al cuarto de César, lo despertó y le pidió que lo llevase. «Me dio igual todo lo que tenía que hacer y nos subimos a un carro», recuerda Miki. Fueron primero a San José, una pequeña hacienda al sur de El Carmen; luego a El Guayabo, otra hacienda a pocos kilómetros antes de El Carmen; y finalmente a su destino: El Carmen. Durante el trayecto, César Calvo se mostró eufórico y se transformó en guía para Miki, a quien le contaba con entusiasmo todos los rincones que debía de conocer de cada hacienda.
Para ir a El Carmen, aquel pequeño distrito de Chincha, allá en Ica, es necesario aguantarse cuatro horas de viaje en bus. Durante el trayecto podrás contemplar diversos paisajes: lomas en riesgo de desaparecer por la contaminación o la invasión, dunas tan extensas como el infinito e innumerables chacras de maíz, yuca o algodón. El panorama será el mismo hasta llegar a Chincha Alta, capital de la provincia de Chincha. Una vez allí, tendrás que dirigirte a la Plaza de Armas de Chincha, donde por dos soles podrás tomar una combi e ir hasta El Carmen. 30 minutos se demorará la combi hasta llegar a la carretera El Carmen, ubicado en el kilómetro 203 de la Panamericana Sur. Sabrás que estás por buen camino cuando te topes con un pequeño arco de color crema que te saluda de la siguiente manera: “BIENVENIDOS AL DISTRITO DE EL CARMEN”, junto al mensaje yace un retrato de Amador Ballumbrosio portando su siempre amado violín.
Cruzarás el arco, dejando atrás a Amador, e irás en línea recta, unos quince minutos más, hasta que te topes con un puente que, a más de un año de aquellos fuertes huaicos que devoraron 20.788 infraestructuras, entre casas, colegios, pistas y puentes, descansa derrotado y destruido sobre el Río Matagente. La combi cruzará por el agua y te dejará, al fin, en la entrada de El Carmen.
El Carmen es un pequeño distrito —se puede recorrer a pie —muy colorido y demasiado callado. Las calles, a tempranas horas de la tarde, están vacías, pues los niños están en el colegio y los adultos en el campo, y se siente un ensordecedor silencio. Da la impresión de ser una ciudad fantasma, si no fuera por todas aquellas casas que lucen recién pintadas; todas, sin excepción, tienen las puertas abiertas sin el temor de sufrir algún robo. Dentro, siempre se aprecia a algún anciano que mira la televisión, lee el periódico o que simplemente observa por la ventana desde su sala, ellos saludan a cualquiera que pase, como si conocieran a todos, como si todos fueran una familia. La misma situación se repite calle tras calle, hasta llegar a la 325 de la calle San José, donde una pequeña casa de un piso, de color rojo con azul, se diferencia de las demás con el retrato de Amador Ballumbrosio en su fachada.
Pero para Miki, otra fue la realidad. Su viaje no duró cuatro horas ni existían las combis que los llevase por dos soles, en vez de eso, demoraron seis horas y tuvieron que llegar a El Carmen viajando en el platón de alguna camioneta de la zona. Ya en El Carmen, no existían las pistas ni las veredas, no transitaban los carros, pero sí los burros que cargaban grandes bultos de cosecha sobre su lomo. Las casas de adobe carecían de color y el hogar de Amador no tenía su rostro pintado en la fachada. César se acercó con toda confianza a la casa de Amador y tocó la puerta. Al abrirse salió Amador vestido con una camisa manga corta, un pantalón caqui y unos zapatos viejos y marrones. Al ver a César Calvo lo saludó con cariño y una sincera sonrisa en el rostro, pero con Miki se mostró distante, simplemente le apretó la mano y le dijo «¿Cómo estás?». Los invitó a pasar y a sentarse sobre una larga banca de madera en la que se tenían que acomodar con cuidado si no querían terminar empolvados en el suelo. Salieron su esposa y sus once hijos, a quienes saludaron uno a uno, mientras la señora de Amador preparaba la mesa para el almuerzo.
La casa de Amador era pequeña y poca iluminada, en El Carmen no había luz y la única manera de alumbrarse un poco era con los rayos del sol que entraban por la única ventada que tenía la sala. El piso era de tierra, las paredes de ladrillo sin tarrajear y el techo de madera era sostenido por unas cuantas columnas también de madera. Los únicos adornos que se apreciaban eran algunas fotografías en blanco y negro enmarcadas que colgaban de las paredes. Todos comían en una ovalada mesa de madera y los que no entraban lo hacían en la peligrosa banca larga o en el único sofá rojo viejo y desgastado que tenía la casa. A cada uno le dieron una cuchara y comenzaron a comer.
Durante el almuerzo César y Amador conversaron todo el tiempo, recordaban viejos tiempos y se bromeaban con algunas anécdotas que vivieron durante su paso por Perú Negro. Amador nunca se dirigió hacia Miki, todas sus palabras iban para César o hacia algunos de sus hijos para pedirles algo. Pero eso a Miki no le incomodó, disfrutó de todo momento lo que escuchaba. «Para mí fue como una primera clase», reflexiona ahora Miki. Disfrutaron de la comida, pagaron por ella en forma de agradecimiento y regresaron a Lima al finalizar la tarde.
***
—¿Aló, Sylvie? —esposa de Miguel Ballumbrosio —Estoy afuera de la casa. Aquí en la calle San José.
En el interior de la casa de Amador, abunda el pasado. Cientos de fotos cuelgan de las paredes, algunas son a color y bien conservadas; otras están amarillas, devoradas por las polillas; otras están descoloridas, maltratadas por el tiempo, obteniendo un extraño matiz azul o rojo; y otras, se conservan con un elegante blanco y negro. En las fotos se aprecia a Amador joven, a Amador anciano, a Amador con el violín, a Amador casándose, a Amador con sus hijos, a Amador bailando, a Amador con Miki, a Amador con César Calvo, a Amador con César Calvo, Bam Bam Miranda y Miki Gozález. Las fotos rodean las paredes de la sala principal y concentran su mirada hacia un sillón rojo que reposa en medio de la habitación; un sillón donde alguna vez Miki se sentó para descubrir la magia de El Carmen. Las paredes ahora están tarrajeadas y son de color rojo; el piso dejó de ser de tierra y ahora es de cemento lustrado; el techo sigue siendo de madera, pero esta luce nueva y brilla por la vaselina con la que ha sido bañada; y la iluminación ya no solo viene de las ventas, sino que también de las lamparas de techo en forma de flores amarillas.
—Ya, estaré ahí en una hora, a las 3:30 pm.
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—¡Holaaa! —Sylvie llegó a las 3:30 pm en punto, tal como lo prometió. Conducía una combi familiar color caqui. Tenía la cabeza asomada por la ventana y me llamaba con tanto entusiasmo que su sola presencia contrastaba con toda la tranquilidad que me había mostrado El Carmen hasta el momento —¡¿Tú eres el que me llamó?!… ¡Sube, sube! —una vez dentro del auto, Sylvie me siguió hablando con la misma euforia —Mira, ahorita te voy a llevar a la casa de Miguel, es aquí nomás, pero primero voy a recoger a mi sobrino —nos fuimos hasta el final de la calle, donde una imagen de San José reposaba sobre un pedestal, de ahí el nombre (supongo). Su sobrino, un niño de no más de 7 años, ya nos esperaba en la puerta de su casa. —. Ahí está mi sobrino, carajo. ¡Qué guapo que estás! Esos ojitos lindos, igualitos a los de tu madre. Vamos, sube —dimos la vuelta en U y nos dirigimos a la entra de El Carmen. Durante el trayecto, pasamos frente a los dos únicos colegios que tiene el distrito (uno particular y otro estatal). Como ya eran las 3:30 de la tarde, los chicos ya estaban saliendo de clases. Todos, sin excepción, llevaban un cajón en mano. Al pasar por su lado, Sylvie no dudó en pasarles la voz —. ¡Esos cajoneros! —gritaba con un tono pícaro —¡Qué ricos cajoneros! Fiu, fiu. ¡Qué guapos que son! —dejó de gritar por la ventana y se dirigió hacia nosotros —Son más feos, la verdad —dejamos atrás a los cajoneros y a todos los alumnos. De repente, el auto se detuvo en medio de la carretera El Carmen, a escasos metros de haber cruzado la entrada. Sylvie se volteó hacía mí y me dijo —. ¿Ves esa casa de ahí, la única que tiene antena? Ya, ahí vive Miguel. Salta el río nomás —refiriéndose a un pequeño canal de agua —. Mentira, más allá está el puente. Tócale la puerta, te está esperando.
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«Amador Ballumbrosio era un audaz caporal que tocaba el piso con maestría y que interpretaba ritmos afroperuanos sin que él supiera de su existencia», recuerda Miguel Ballumbrosio a su padre. «Él no trabajaba la tierra como la gran mayoría en El Carmen, él era albañil», sigue Miguel recordando a su padre con una sonrisa con sabor a nostalgia y orgullo dibujado en su rostro.
El Carmen no siempre fue la famosa ciudad cuna del folclore afroperuano. Desde su fundación en 1916 durante el gobierno de José Pardo, fue una ciudad demasiado pobre e incomunicada con su capital Chicha Alta (una urbe que se encuentra a tan solo 30 minutos en auto actualmente), donde aquellos instrumentos, que ahora abundan en la ciudad, eran imposibles y hasta desconocidos por su gente, pues la información de radios y periódicos no llegaba, todas las noticias provenían de los pocos afortunados que podían salir de la ciudad y regresaban con alguna novedad. Sin embargo, esto no le cortó las alas a su tradición afroperuana que se desarrolló durante muchos años sin la necesidad de ningún instrumento. No conocían la definición de los ritmos, no sabían que existía La Zamacueca, El Festejo, El Alcatraz, El Zapateo o El Landó, pese a que algunos de estos se practicaban desde la época virreinal. No lo sabían, pero lo sentían en su sangre, era parte de su herencia cultural. Los niños, desde muy temprana edad, como Miguel Ballumbrosio, vaciaban sus propios cajones de ropero para poder utilizarlos como cajones musicales. Así reproducían ritmos golpeando la mesa mientras comían, aplaudían o zapateaban, o armaban la jarana con sillas de madera, lampas, machetes o cualquier herramienta campestre que emitiera algún sonido agradable. Esa costumbre se practicó durante años en todo El Carmen. Así nacieron los primeros grupos conformados por albañiles o campesinos, como Azumá Kaida, quienes animaban las yunzas[3] en homenaje a la Virgen del Carmen.
Ese fue el ambiente musical con el que Andrés Soto, Bam Bam Miranda y Miki González se toparon en 1978 cuando pisaron El Carmen por primera vez juntos. Ellos formaban un grupo de vals que buscaba nutrirse de la cultura afroperuana para poder desarrollar más su música. Andrés y Bam Bam habían oído de El Carmen, gracias a Miki, y tenían ganas de conocer a Amador, un hombre que en palabras del poeta César Calvo.
“Más que arquitecto graduado en la pobreza, es esa mezcla de danzante y músico que conocemos por zapateador. Él que no toca ningún instrumento musical. Su instrumento es la tierra, él zapatea, él toca la tierra con los pies. Zapateador por sangre, por vocación. Es Amador”
Es Amador – César Calvo.
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En El Carmen, durante la tarde, las familias se reúnen en sus casas para pasar el rato, descansar u olvidarse del duro trabajo que significa trabajar la tierra. Había pasado una semana desde que Miki conoció por primera vez El Carmen y a Amador y su familia. Decidió volver un sábado por la tarde acompañado de Andrés Soto, Carlos Espinoza, Bam Bam Miranda, Tato Guzmán, algunos amigos de César y el propio César Calvo. Todos estaban reunidos en la casa de Amador, habían llegado sin avisar, pero Amador los recibió de todas maneras, ya que era un sábado por la tarde, una hora en la que todos en El Carmen prefieren pasar el rato, descansar u olvidarse del trabajo. Conversaban en voz alta, se reían, intercambiaban conocimientos musicales y experiencias anecdóticas. Se preparaban para almorzar cuando cruzaron por la puerta Farfán y Félix Peña, cantantes de la yunza. Se vivía un ambiente de júbilo, una tarde cualquiera, se había convertido de la nada en una reunión de amigos, como si se conocieran de toda la vida. Era una reunión exclusivamente solo para música, pues sin querer se habían juntado músicos de vals y músicos de la zona. Entre risas, aplausos y gritos, comenzó a brotar la música lentamente, como una flor que florece en el jardín durante la primavera, y, sin poder controlarlo, comenzó a crecer, a florecer, a fortalecerse y a dar frutos de buena música de aquellos músicos que recién se conocían y que tocaban con tal destreza que daba la impresión de que llevaban meses, tal vez años, ensayando juntos. Algunos comenzaron a cantar, otros a aplaudir y solo uno a zapatear.
Todos en la sala principal de la casa de Amador hacían de ese ambiente una fiesta. La euforia era tanta que el polvo del piso comenzó a elevarse oscureciendo toda la habitación, la única fuente de luz que ingresaba a la sala por la ventana situada en la parte derecha, reposaba sobre los hombros de Amador. Esta fuente de luz convirtió a Amador en una especie de aparición espiritual, ya que esos rayos de sol que ingresaban «era como esos rayos de luz de las iglesias», recuerda Miki. Zapateaba y zapateaba, saltaba y saltaba. La gente cantaba y cantaba, aplaudía y aplaudía; y Miki, sentado en el único sillón rojo de la casa, apreciaba todo anonadado, hipnotizado, como si hubiese visto una aparición que lo transportarse a otra dimensión. «Fue como una experiencia mística, casi religiosa» reflexiona Miki sobre lo ocurrido, quién al vivir esa rica experiencia cultural, se transportó al mundo de la música que él quería, que le interesaba, el mundo de la música negra. En ese momento supo que su vida pertenecía ahí, que quería volver para conocer más a fondo sobre la cultura afroperuana, ser parte de ella, vivir con ella y ser, en algún momento, ella. La jarana terminó y todos, satisfechos, comenzaron a retirarse de a uno. Miki quería volver algún día, pero no tenía ninguna excusa más, ahora. Se lo dijo a Bam Bam y este supo inventarse algo.
—¡Amador! Yo quiero ser tu discípulo —le dijo Bam Bam con toda la confianza.
—Ya muy bien —respondió Amador sereno, como si siempre le pidiesen lo mismo.
***
Bam Bam había llegado a la casa de Miki, es decir a su cuarto, para ensayar un poco con la guitarra. No era usual que Bam Bam fuese a casa de Miki, por lo general solía encontrarse en Barranco junto a Andrés Soto para tocar en lo bares de por ahí, pero en los últimos días, Bam Bam y Miki se habían hecho más amigos, ya que no soportaban mucho la compañía de Andrés.
—Oye, hace tiempo que no vamos a El Carmen —le dijo Bam Bam a Miki mientras dejaba de tocar.
—Sí, hace tiempo que César no me dice para ir.
Había pasado ya un tiempo desde que Bam Bam se ofreció como discípulo de Amador y, pese a que les habían dicho que volviesen cuando quisieran, no se habían atrevido a hacerlo. Siempre la idea de ir venía de César Calvo, pero éste no había dicho nada desde aquella jarana en casa de Amador. Como César era el puente entre Amador, El Carmen y ellos, creyeron que ir por su cuenta no les caería bien a los Ballumbrosio. Fueron al cuarto de César y le tocaron la puerta para despertarlo.
—César, ¡vamos de nuevo a El Carmen! —le pidió Miki con voz alta a César, quien acababa de abrir la puerta de su cuarto medio dormido, para despertarlo.
—No, vayan ustedes nomás —respondió desganado, entre bostezos —. Ya les han dicho que pueden ir cuando quieran.
César sabía muy bien como llegar a El Carmen, ya que había trabajado un buen tiempo en Perú Negro, pero Bam Bam y Miki no tenían el mismo conocimiento. Tener las ganas de ir no les bastaba para poder llegar, no contaban con un auto, ni tenían las mejores referencias del lugar, perderse era más que una posibilidad. La única persona cercana a Miki que tenía carro y que podía prestárselo era su hermana. Miki se lo pidió y ella aceptó con la condición de que los llevasen a ella y a su esposo a la playa Totoritas. Miki aceptó, planearon el día y un sábado por la mañana Bam Bam, Miki, su hermana y su cuñado salían de Camacho a bordo de un Volkswagen escarabajo.
La idea inicial era dejar a su hermana y a su esposo en la playa, ya que ellos tenían que visitar a unos amigos, y luego irse con el carro a El Carmen. Pero durante el trayecto las emociones que derrochaban la conversación de Bam Bam y Miki, empaparon con ganas de ir a El Carmen a su cuñado. «Oye, estos están muy animados — recuerda Miki lo que le dijo su cuñado a su hermana —, mejor me apunto con ellos. Tú quédate y después yo vengo».
Por las noches El Carmen era muy diferente. La oscuridad era muy espesa y apenas se podía ver más allá de la palma de las manos. No había luz y las estrellas apenas iluminaban el estrecho camino que llevaba a la ciudad de El Carmen. Iluminados por la luz de los focos del auto, llegaron a casa de Amador más tarde de lo habitual. Como siempre habían llegado por la tarde, momento en que Amador termina de trabajar, lo habían encontrado en su casa, pero esta vez, un sábado por la noche, no estaba. Cuando tocaron la puerta, su esposa fue la que los recibió y al decirles que había salido, les dio a Filomeno[4] para que los ayude a encontrarlo. Se subieron los cuatro al auto y Filomeno los guío a las afueras de El Carmen. «Mi padre suele salir a tomar por acá, cerca a El Guayabo», les dijo Filomeno mientras entraban al carro.
De la casa de Amador hasta la entrada de El Carmen son solo cinco minutos, y de la entrada de El Carmen hasta la entrada de El Guayabo son otros cinco minutos más. Pero debido a la noche, conducían lento, con temor a chocar con algo o atropellar a alguien pese a que no había nadie en la calle. Pasaron por los sembradíos de algodón, vieron algunos burros que descansaban y a lo lejos, en medio del camino, caminaba, tambaleándose, Amador hacia ellos. Estaba mareado y ya se dirigía a su casa para descansar, pero al encontrarse con ellos, les ofreció llevarlos a El Guayabo para celebrar un bautizo. Amador se subió al auto y al darse cuenta de que Filomeno estaba ahí, lo bajó del carro y lo mandó a su casa a pie. Filomeno aún era menor de edad y no podía estar con los adultos, mucho menos ir a tomar con ellos. El Volkswagen arrancó y cruzó el terroso camino en dirección a El Guayabo mientras dejaba a Filomeno triste atrás.
La casa a la que llegaron era mucho más grande en comparación a las demás, no tenía dos pisos, pero sí tenía una sala principal tan ancha y amplia que podían entrar cuatro mesas billar ahí, además, tenía un pequeño espacio afuera donde la gente podía sentarse y pasar el rato. Al llegar, la reunión ya había comenzado, se estacionaron afuera y, como eran los únicos en llegar con auto, llamaron la atención de todos cuando entraron al lugar. Se sentaron todos en la misma mesa, la más cercana a la puerta para no incomodar y se mantuvieron ahí en silencio como todos los demás. La gente de El Guayabo veía a los recién llegado y los recién llegados los veían a ellos, pero nadie decía nada. El ambiente estaba muy apagado y más que un bautizo parecía un velorio. Amador conocía algunos, pero prefería no hablarles en la condición en la que estaba; mientras que Miki y compañía no conocían a nadie pese de ser la tercera vez de Miki ahí. Todo estaba tan aburrido que a Bam Bam se le ocurrió una idea para animarla.
—Oye, Miki. Saca la guitarra —Como Bam Bam era muy hábil con la guitarra, estaba decidido a animar la noche —. Está muy aburrido esto.
Bam Bam cogió su guitarra, se sentó encima de la mesa, reposó su instrumento sobre su pierna derecha y con su mano izquierda comenzó a tocar algunos bordones de vals. La gente sentada en las mesas cercanas, dejaron de conversar para prestar su atención al guitarrista que había entrado en escena. De a pocos comenzaron a contagiarse del ritmo que imponía Bam Bam, algunos marcaban el ritmo golpeando la mesa, otros tocando el piso con sus pies. Cada uno comenzó a tocar y a la media hora ya todos eran amigos. La gente se comenzó a pasar la voz y la casa se fue llenando cada vez más. Hubo gente que llegó para hacer comida, llegaron señoras mayores, llegaron tragos y llego cualquiera que se encontrase cerca. Esa noche se armó otra fiesta y amanecieron tomando y haciendo música entre todos.
Los domingos por las mañanas el cura de El Guayabo solía salir en su Volkswagen para despertar a todos con su campana y avisarles que la misa ya iba a comenzar. Se paraba en la puerta de cada casa y tocaba tan fuerte la campana hasta el sonido se filtre en los sueños de los demás. Cuando llegó al lugar de los hechos, la casa de la fiesta encontró a todos durmiendo apoyados en las mesas o arrinconados contra la pared, el único que estaba despierto era Miki quien avergonzado lo saludó con la jarra en mano. Le ofreció un trago, pero el cura no aceptó y le pidió que despertase a todos. De a uno se fueron despertando y yéndose a misa, todos menos los visitantes que prefirieron quedarse en la casa y terminar lo que quedaba de licor.
Luego de secar la jarra, se subieron al auto y se fueron como pudieron a casa de Amador. No recuerdan si Amador los acompañó en el carro o si él ya se había regresado por su propia cuenta. Pero cuando llegaron a casa de Amador, los tres, Miki, Bam Bam y su cuñado, durmieron en uno de los tres cuartos que tenía la casa. La casa de Amador solo contaba con tres habitaciones, una para Amador y su esposa, otra solo para las chicas y la otra solo para los chicos. Miki y compañía durmieron en el cuarto de los chicos, mientras que los niños jugaban fuera entre ellos. Durmieron toda la mañana y durante la tarde los despertó el olor a tallarines con huancaína, hecho con queso de los chivateros y ají del campo, que había preparado la esposa de Amador. Se acomodaron como pudieron y disfrutaron nuevamente de una comida en la casa de los Ballumbrosio. Luego del almuerzo y con la cabeza más lúcida, el cuñado de Miki agarró el carro y se fue en búsqueda de su esposa. Aquella agitada noche fue un punto de inflexión en la relación entre Miki y Amador, desde aquella noche había más confianza entre ellos, Amador dejó de ser más distante con Miki y ahora hasta lo invitaba a pasar la noche en su casa, algo que no había con nadie a lo que conocía.
Ya la cuarta vez que fueron, se dirigieron de frente a la casa de Amador, ahí llegaron a él para aprender de la música que hacían sus pies y de la cultura afroperuana que poseía. Llegaron armados de instrumentos que el pueblo de El Carmen nunca antes había visto; llevaban guitarras, violines, güiros y cajones. Todos estos instrumentos, sobre todo el cajón, fueron utilizados por la misma gente, quienes comenzaron a tocarlos como si fuesen músicos con muchos años de formación. Todos se apoderaron de algún instrumento y se convirtió en su nuevo pasatiempo, todos, menos Amador. Él prefería no tener un instrumento para poder tocar esos ritmos que él dominaba, «mí instrumento es mi cuerpo», recuerda Miguel Ballumbrosio lo que siempre repetía su padre Amador. No le llamó la atención el cajón, como a casi todos, es más, nunca toco un cajón, solo lo utilizaba para sentarse, con su cuerpo ya tenía suficiente para tocar lo que quería. Pero sí lo atrajo un melancólico instrumento que lo enamoró con sus acordes.
Las jaranas se armaban en El Carmen con la banda de Bam Bam Miranda y Miki González. Ahora las yunzas eran más eufóricas, pues la calidad de la música eran tanta que la gente lo disfruta como nunca. Miki traía sus amplificadores para que la guitarra se escuche y para que todos en el pueblo no se pierdan ningún detalle de la fiesta. El amor por la banda de Miki y Bam Bam, en específico hacia Miki, quien era uno de los que más disfrutaba de estos eventos, era incondicional. Pero la formación original no duró mucho. El violista del grupo, Don José Lurita, violinista del pueblo de El Carmen, ya era un hombre muy mayor que no siempre iba a estar en las jaranas y buscaba dejarle su rango a alguien más para que lo reemplace, el único que estaba dispuesto a heredar esa responsabilidad era Amador Ballumbrosio.
El fino sonido del violín le recordaba a Amador aquellos días cuando la música en El Carmen era practicada de manera rústica. Por aquellos años, cuando la fiesta se armaba con herramientas campestres, Amador silbaba con tal armonía que hasta el día de hoy sus hijos recuerdan el sonido. «Silbaba como el violín, con eso él hacía la fiesta», recuerda Miguel. Saber que existía un instrumento que podía hacer el mismo sonido que él, lo motivó a aprender su manejo. Se unió a la banda y de a pocos se convirtió en el violinista de El Carmen.
Miki siempre tuvo un gran interés por conocer y aprender sobre la música negra. Su plan era ir a Estados Unidos y estudiar el jazz. Pero César Calvo, le demostró que no era necesario irse tan lejos para aprender música negra. «¿Para qué te vas a ir tan lejos si en el Perú hay negros?» —le preguntó César a Miki, cuando le contó que cerca a Lima había un lugar donde la música negra aún no había sido explotada. Cuando Miki descubre El Carmen, no solo descubrió un cálido lugar donde la gente recibía bien a los pocos visitantes que tenía; descubrió una escuela, un hogar, del que quería ser parte de su historia. Conoció a Amador, quien lo acogió en su hogar como el hijo número quince de la familia durante un año.
Referencias:
[1] Asociación cultural formada en 1969 con el fin de preservar la cultura negra en el Perú. César Calvo creó el programa Y la tierra se hizo nuestra con el que Perú Negro obtuvo el Gran Premio en el Festival Hispanoamericano de la Danza y la Canción en el Luna Park de Buenos Aires, Argentina.
[2] La Danza de Negritos es una danza folclórica que data de 1550 que se ejecuta en Huánuco y Pasco y está ligado a las festividades de navidad y la pascua.
[3] Fiestas en agradecimientos a la tierra por un buen año de cosecha. El Carmen es un distrito agrícola, lo que hace que esta fiesta sea infaltable cada año.
[4] Futuro cajonero de Miki durante la época de Puedes Ser Tú.